Oficina de sicarios dejó su huella
Desde esta zona de Medellín orquestaban sus crímenes. La banda está implicada en homicidios y narcotráfico.
Robarle 20.000 millones de pesos a la mafia equivale a invocar una sentencia de muerte. Significa que serás cazado por perros de presa, por hombres de corazón tan negro como los que contrataron para cobrarle con la vida al comerciante Carlos Andrés González Gómez.
Esta persona de 32 años era investigada por las autoridades, por su presunta participación en un asalto del 15 de octubre de 2017 a un edificio de El Poblado, en el que mataron a un caletero y hurtaron la millonaria suma de dinero, al parecer de propiedad del cartel narcotraficante Clan del Golfo. Hoy es difícil saber si él lo hizo, pues la mano de los verdugos actuó primero que la justicia.
El pasado 6 de abril González fue citado bajo amenazas a una edificación del barrio Conquistadores, en el occidente de Medellín. Apenas llegó a la recepción, fue sorprendido por un sicario que le disparó.
Cuando pretendía huir con un compinche en motocicleta, el asesino fue arrollado por un cuñado de la víctima, que esperaba afuera del edificio en un automóvil.
Los mercenarios escaparon corriendo, pero la moto que dejaron en la escena del crimen condujo a los investigadores al hallazgo de una célula criminal secreta, cuyo propósito es tan temido por la sociedad como apetecido por los postores del bajo mundo: ma- tar a quien sea y cuando sea, a cambio de plata.
Estafando al diablo
El difunto Juan de Dios Perdomo Bonilla había hecho fortuna con una dudosa reputación, pues entablaba negocios posando de agente deportivo de la Federación Colombiana de Fútbol y representante del Consulado de Malta, sin pertenecer a estas instituciones.
La hipótesis de la Fiscalía es que una de esas negociaciones salió mal y que los estafa-
dos, al parecer, resultaron ser miembros de la organización criminal “la Oficina” que invirtieron dinero en la compra y venta de pases de futbolistas.
Para saldar la afrenta, los mafiosos contrataron a la célula sicarial, que envió a dos emisarios a la ciudad de Barranquilla. El 18 de febrero de 2018 acribillaron a Perdomo en un parqueadero, delante de su familia, dejando herido a un sobrino de 14 años.
Tras el ataque, la Policía capturó a uno de los agresores, Kevin Samir López Mejía. Este joven era el propietario de la moto abandonada posteriormente en el edificio en el que mataron al comerciante González, lo que puso a los agentes de la Dijín tras la pista de una organización involucrada en esos dos homicidios.
El celular de Kevin López fue interceptado, lo que llevó a los detectives a identificar a otros miembros del grupo. El muchacho de 27 años hablaba con desparpajo desde la cárcel El Bosque, de Barranquilla. Pedía dinero para su sostenimiento, se jactaba de estar en una celda para él solo, con TV y ventilación, y aseguraba que si la condena era muy alta, se fugaba, “porque la salida de acá es muy fácil”.
El territorio de la jauría
Las interceptaciones telefónicas revelaron que, si bien su principal objetivo era el homicidio por contrato, con cobros que iban de $20 a $100 millones, la célula gestionaba otras rentas ilícitas, como la extorsión y el tráfico de drogas.
El territorio en el que ejercían esas actividades, por lo menos desde 2016, eran los barrios Lorena y Laureles, en la comuna 11 de Medellín, y al parecer iban a incursionar en el sector Ciudad del Río, en el barrio Colombia.
Cada mes cobraban entre $100.000 y $200.000 a algunos establecimientos comerciales del primer y segundo parque de Laureles, la avenida Ochenta y la calle San Juan. Los buses de servicio público tampoco se escapaban.
En sus conversaciones se referían a la droga como “los palitos”, “dulces”, “tamales” y “el mango biche”. Cada vez que expendían o cobraban la extorsión, se identificaban como “los de la vuelta de Laureles” o “los de la tiendita”, refiriéndose a un local de la carrera 80B con la calle 40 que usaban como guarida.
Nadie más podía delinquir en la zona sin su autorización, porque ellos regían con brutalidad. Prueba de esto fue la muerte de Juan David Rendón Betancur, un joven de 27 años que diseñaba tatuajes, joyería y expansores para las orejas.
Sucedió en la noche del 29 de mayo anterior. La banda tenía información de que había personas comerciando droga “de contrabando” - sin su permiso-, por medio de domicilios en Lorena. Fingieron ser clientes e hicieron un pedido de éxtasis y 2CB a la tienda, adonde llegó Rendón con la mercancía, sin saber que se trataba de una celada.
Cuatro chacales lo sometieron y le advirtieron que ellos eran los jefes de la plaza. Para dejarlo vivir, tendría que pagar $2 millones de multa.
El retenido llamó a familiares y amigos, implorando por un préstamo de urgencia. Fueron más de 10 llamados de angustia, en los que el tono de los captores se volvía más violento. “Contésteme pues, es que a su hermanito lo voy es a picar y se lo voy a mandar embolsado”, amenazó uno de ellos al interlocutor.
La última llamada fue a la 1:40 a.m. del 30 de mayo. Rendón, en medio del llanto, le contó a un hermano que ya le habían cortado el pelo y que lo estaban torturando. Fue lo último que dijo. Su cadáver