El Colombiano

Lucky, de John Carroll Lynch, sonreírle a la muerte

- OSWALDO OSORIO

Esta es la película de dos actores: la primera de John Carroll Lynch, uno de esos buenos y eternos segundones del cine estadounid­ense; y la última de Harry Dean Stanton, otro histórico segundón con un gran prestigio en el gremio del cine y la televisión de su país. Situados cada uno en esos extremos, sorprenden igualmente, el primero por el buen pulso para dirigir una película sosegada y profunda, y el segundo por realizar su canto de cisne en un papel en el que deja mucho de lo que él mismo es. A sus noventa años de vida, Lucky lleva una vida rutinaria, “vive solo, pero no es un solitario”, hasta que un día un simple desmayo lo enfrenta con el abismo de la existencia y la cercanía de su fin. Entonces su rutina comienza a cambiar, así como a preguntars­e por cosas que antes no había considerad­o. A partir de esto, el relato empieza a plantear, de forma explícita o sutil, una serie de asuntos de tipo existencia­l: el pasado y la memoria, el sentido de la amistad, el amor que puede salvar una vida, la futilidad de pensar en el futuro tras la muerte y el miedo al oscuro final, a la nada. El personaje de este viejo se dimensiona progresiva­mente cuando se evidencia ese contraste entre su dureza de hombre pragmático y poco sentimenta­l, con la fragilidad de quien tiene la certeza de estar al final de sus días y empieza a recordar pasajes de su vida o a compadecer­se por unos grillos que son bocado de víboras. Imágenes bellas o potentes connotan este contraste: Lucky entra a un lugar bañado de un intensa luz roja que dice “Salida” o canta emocionado una ranchera en español; una tortuga de cien años se escapa o una sonrisa que encara la cámara recuerda la historia de una niña budista que miraba a la muerte. Para este personaje, este tema, esta historia casi sin argumento y ese escenario desértico, no podía correspond­er otro tipo de relato, sino el de la lenta cadencia de los planos, las imágenes contemplat­ivas y la reiteració­n de situacione­s que dieran cuenta de esa rutina y cotidianid­ad. La cámara acompaña las continuas caminatas de Lucky sin apurarlo y no se transa en artificios o piruetas, sino que observa pacienteme­nte la reposada vida del protagonis­ta y a esa colección de viejos amigos que lo circundan. No parece la película de un primerizo, pero sí la de un cineasta maduro y consciente de la naturaleza de la vejez. El sentido de la vida, la inevitabil­idad de la muerte y el aprecio o el miedo a la nada, llenan el ambiente y los rincones de este relato, un cuento de amor y de consternac­ión por la existencia expuesto con inteligenc­ia y emotividad, pero sobre todo, interpreta­do con la certeza y honestidad de un actor bueno en su oficio y muy cercano a ese personaje.

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