Matamos al Teatro Junín
La misma historia nos juzgará, y es que esta ciudad, Medellín, Medallo, Metrallo, la tacita de plata, la ciudad de la eterna e incomprendida primavera, no tiene memoria, no piensa en su pasado, en su futuro, ni en su historia. Es ya sabido que hace muchos años, cuando querían cambiar un edificio, una construcción o simplemente cambiar un parque público, lo incendiaban, así ya estaban en la obligación pública, política y arquitectónica de hacer el cambio. Eso pasó en toda la ciudad, en la urbe de los incendios retratada por fotógrafos como Benjamín de la Calle, Melitón Rodríguez, Francisco Mejía, entre otros. Históricamente hemos sido incendiarios, pero solo para unas cosas, las que nos interesan. El histórico Teatro Junín se inauguró el 4 de octubre de 1924, construido por el arquitecto belga Agustín Goovaerts y el ingeniero Ernesto Claudi, gracias a la iniciativa del Consorcio del Fomento. Ubicado en la esquina de la calle Junín con la Playa, donde ahora vemos imperioso ante el paso del tiempo uno de los emblemas de los antioqueños, el Edificio Coltejer. El Teatro hacía parte del edificio Gonzalo Mejía, y tenía el mejor hotel de la ciudad, un café elegante, almacenes en la planta baja, y oficinas en los pisos superiores. La fachada era bellísima, de estilo francés con arcos y adornos de cemento, muchos vidrios y techos de tableta negra, con domos redondos en las esquinas. El teatro, era un lujo que ni la Medellín actual posee, pues tenía una capacidad para 4.200 personas, tenía 37 palcos, 800 puestos y cerca de 2.000 sillas en galería, ningún teatro en este siglo XXI en Medellín cuenta con ese aforo, y, además de eso, tenía elegantes palcos, tapetes, terciopelos, un telón imponente y un elaborado artesonado de madera en el techo. Por muchos años fue la casa del cine mudo, antecedido por los recitales de ópera, los fo- xes, los valses, entre otros actos que funcionaban como teloneros antes de estas películas. Y fue precisamente en 1967 con la película
Arizona Colt que el teatro de los antioqueños dijo no más, ya estaba listo para recibir las máquinas que lo derribaron. Y así fue, se escapó entre una polvadera nolstálgica y el deseo de desarrollo y evolución que traería un nuevo edificio moderno construido para la empresa Coltejer. Con la muerte de este teatro, se marcharon muchos momentos de nuestro inicio cultural y además la esperanza de un gran lugar, como existen en todas las ciudades, que represente, que reciba, que acoja a la música, al teatro, a la danza, al cine, la poesía y muchas manifestaciones artísticas. Hoy en día tenemos varios teatros en la ciudad, pero ninguno con las características arquitectónicas, de aforo y de tradición como este. Y todo este contexto histórico, melancólico y de memoria, lo hago simplemente para recordar un espacio que lastimosamente ya no tenemos, que tuvimos y que quizá no se valoró, que fue superado por el dinero, por el poder político, la falta de apropiación de la ciudad y sobre todo la ceguera de futuro. Para ese momento debió existir resistencia por conservar el teatro, un lugar que hoy valoraríamos y que hace falta como referente cultural de la ciudad y el país. No lo hicimos y ahora padecemos un vacío técnico para los espectáculos en vivo que quizá tenga su raíz en ese nefasto hecho en el año 1967. Y sé que es muy ingenuo mi reclamo desde un sillón en mi casa y sobre todo de un hecho que ocurrió hace tantos años, pero también es un llamado a mirar a nuestro alrededor lo que tenemos, para no solo valorarlo, sino utilizarlo y así no perderlo en los confines de la ineptitud política y el presupuesto desmesurado de quienes manejan las decisiones con el poder del signo pesos.