EDUCACIÓN INFERIOR
¿Qué hacen los estudiantes mientras los políticos deciden el futuro de la financiación de las universidades públicas? ¿Y aquellos que ni siquiera acceden a uno de esos pupitres por la escasez de cupos? María Fernanda González,
alumna de Eafit, hizo una acertada comparación: un paro camionero desemboca en el alza de precios en los alimentos, y a todos nos afecta. En cambio, sin los tableros, en sus casas o en lugares públicos, los estudiantes inciden en su entorno cercano. Solo los “sentimos” en las marchas.
El efecto de un paro camionero sobre la opinión pública es inmediato. Al contrario, los logros y los fracasos en la educación se revelan en el largo plazo: solo el paso de los años nos permite entender el perjuicio que como sociedad nos genera tener “quietos” a jóvenes capaces, inteligentes, con ganas de estudiar.
Si miramos más allá de los campus, existe otro grupo perjudicado (entre tantos) por la desfinanciación de las universidades públicas: aquellos que no pasan el filtro del proceso de admisión.
Puesto que el Estado incumple con la oferta del derecho que es la educación, algunos particulares optan por “hacerles el favor” a esos potenciales alumnos deseosos de ingresar a la educación superior –que no pasaron el examen de admisión a una universidad pública ni cuentan con los recursos económicos para pagar una privada–…
¿Podemos considerar la proliferación de universidades de garaje como otra consecuencia de los pocos cupos en las universidades públicas? ¿Y qué decir de la desesperanza que los paros ocasionan en los estudiantes que prefieren optar por universidades que pueden costear (y aspirar a graduarse sin dilaciones) así sean de quinta?
Si bien es cierto que el asunto coyuntural es la desfinanciación de las universidades públicas, el gran problema de fondo es la calidad de la educación.
En la calidad de la educación está, ni más ni menos, el carácter de la sociedad que estamos construyendo.
Desde 1992 el Gobierno Nacional estableció los requisitos para que las instituciones de educación superior acreditaran la alta calidad en sus programas. Hoy, 52 instituciones cuentan con este re- conocimiento: 51 universidades y una sola institución tecnológica. Apenas 18 % de las 288 instituciones reconocidas por el Ministerio de Educación han alcanzado la acreditación en alta calidad: 83 son universidades; 123, instituciones universitarias o escuelas tecnológicas; 50, instituciones tecnológicas y 32 son instituciones técnicas profesionales.
Veintitrés ciudades cuentan con universidades acreditadas (instituciones propias o sedes descentralizadas). Bogotá es líder con quince universidades que cumplen los estándares de calidad; le sigue Medellín, con once. Cali tiene siete y Cartagena, cinco.
Aplaudimos desembolsos coyunturales que no resuelven un problema estructural de políticas de educación pública.
Mientras el Ministerio de Educación presiona a las universidades públicas al punto de que algunas están convertidas en empresas; en silencio, el mercado informal de la educación sigue timando incautos bajo la promesa “altruista” de educación a bajo costo (diplomados en ángeles, piedras mágicas hasta coaching y administración de negocios en todas las formas imaginables).
Pocas veces leemos noticias sobre sanciones a estos vendedores de humo. ¿Dónde están los cálculos de las ganancias, las alertas públicas sobre la educación inferior?
Pocas cosas son tan genuinamente conmovedoras como los deseos de aprender y progresar en la vida. Hacerles zancadilla a esas personas es hacérsela al país