El Colombiano

EL MISTERIO DE LAS IGLESIAS

- Por JUAN JOSÉ HOYOS redaccion@elcolombia­no.com.co

Siempre que viajo a Bogotá y me hundo en el ruido y el vértigo de las calles de su centro histórico, me gusta buscar los lugares que el tiempo no ha tocado. Los edificios que han resistido las guerras, los terremotos, los huracanes y las inundacion­es. Los que han sobrevivid­o en pie los embates de la especulaci­ón inmobiliar­ia y las oleadas de la renovación urbana promovidas por los gobiernos.

Creo que en ellos quedan huellas imborrable­s de lo que somos: nuestra historia, nuestro destino colectivo y nuestra identidad.

Me gustan, sobre todo, las iglesias coloniales, y su misterio. Entre sus muros de piedra, el tiempo parece detenido. La luz del cielo desciende a la tierra tamizada por los vitrales de colores de las ventanas. La luz de la tierra se eleva hacia el cielo, en pequeñas llamas y en silencio, desde los candelabro­s.

Antes, sus torres apuntando al cielo eran puntos de referencia en los pueblos que se convertían en ciudades. Sus campanas gobernaban la vida diaria de la gente que vivía en sus alrededore­s. Hoy, parecen barcos varados que todavía no se hunden en medio de los centros comerciale­s y los grandes edificios.

De esas iglesias, la que más me gusta es la de San Francisco, situada en el cruce de la Avenida Jiménez con la Carrera Séptima. Con solo atravesar su umbral, el bullicio de la ciudad desaparece y uno se adentra, como si sucediera un milagro, en otro tiempo y otra luz. El tiempo es el siglo XVI. La luz es la misma de los cuadros de los pintores barrocos de la época colonial.

El templo fue construido entre 1550 y 1611 por los hermanos franciscan­os en la margen derecha del río Vicachá, que luego pasó a llamarse río San Francisco. Hoy el río está cubierto por lozas de concreto sobre las cuales se construyó la Avenida Jiménez.

Esta es la iglesia más antigua que se conserva en Bogotá. Los tres claustros de dos pisos que la rodeaban desapareci­eron desde 1917 para construir en su lugar el edificio de la Gobernació­n de Cundinamar­ca.

Unos minutos bastan para olvidar lo que sucede afuera y sumergirse en la contemplac­ión de las imágenes de los retablos del presbiteri­o.

Otra de las iglesias que me gusta es la de Nuestra Señora de las Nieves, situada en la carrera séptima con la calle veinte. Cuando la vi por primera vez, no pensé que fuera un templo católico. Su diseño es bizantino y las franjas de colores rojo y amarillo de su fachada evocan más bien el pórtico de un palacio turco.

Sin embargo, fue construida en 1568 por orden de Cris

tóbal Ortiz Bernal, un oficial

del ejército de Gonzalo Jiménez de Quesada, sobre el viejo camino a Tunja, en el sitio donde en aquella época terminaba la ciudad. Cuentan las crónicas que el oficial estuvo a punto de morir bajo una tempestad y fue salvado luego de invocar en sus oraciones a la Virgen de las Nieves, patrona de los caminantes de las sierras de Granada, en España.

La iglesia de Nuestra Señora de las Nieves levanta sus torres por encima del ruido casi infernal de la carrera séptima, a pocos metros del teatro Faenza, lugar de culto del cine y el teatro en la Bogotá de los años treinta, donde cantó Car

los Gardel en su última gira. Allí también sucede el milagro del silencio y la penumbra, esta vez custodiado­s por los más bellos vitrales.

Son hermosas estas iglesias que sobreviven en medio de los avatares de las grandes ciudades. Son oasis en mitad del desierto. Son cuevas donde los caminantes se protegen del acoso de las fieras. Son rocas donde los náufragos se aferran para salvar sus vidas en medio de las tempestade­s

Son hermosas estas iglesias que sobreviven en medio de los avatares de las grandes ciudades. Son oasis en mitad del desierto. Cuevas donde los caminantes se protegen...

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