¡CÓNCHALE, VALE!
De unos años para acá, un acento diferente en nuestras calles se ha hecho cotidiano. Hace cosa de tres años pasa por mi cuadra una señora venezolana, canasta en mano, ofreciendo postres como su única opción de supervivencia. Luego encontré una manicurista nueva, la Chama, en la peluquería que frecuento. Las calles principales del barrio acogieron a muchos de ellos, si es que una calle acoge a alguien, dedicados a vender vidrios y tarjetas SIM para celulares. Los he visto en los buses vendiendo su dinero, para coleccionistas de billetes, porque a ellos en la práctica no les sirve para nada. Están en los supermercados, en los almacenes de ropa y van de puerta en puerta ofreciendo cachivaches. Entregan volantes de masajes eróticos en el centro y en cualquier esquina con semáforo ya es común ver a una madre con sus hijos apelando a la solidaridad humana con un cartel que los colombianos hemos visto por años, solo que ahora, en lugar de “somos desplazados…”, se lee “somos venezolanos…”. Un desplazamiento que no obedece a un conflicto armado, sino a la inestabilidad, la hiperinflación y la crisis económica del país vecino.
Esta semana abordé un taxi y la cadencia edulcorada del conductor me dejó saber su nacionalidad. Pendiente de las indicaciones del Waze, en una ciudad que todavía no conoce bien, me llevó a mi destino sin ningún problema. Hablamos de su situación durante todo el recorrido, de lo difícil que es despedirse, sin querer decir adiós, a los amores de la vida, sean padres, hermanos, hijos, esposa o amigos. Del miedo de enfrentarse a una vida nueva en un lugar desconocido, de tener que dormir a suelo limpio y de aceptar cualquier trabajo, por duro que sea, porque la otra opción es morir de hambre. Su esposa vino con él. Ella, de ser fisioterapeuta en Venezuela, pasó a vender perros calientes en Colombia. Ya tienen cama y nevera, pero ahorran casi todo lo que ganan para traerse a su hijo adolescente, que continúa en su país haciendo fila, junto a sus abuelos, para migrar a Colombia lo más pronto posible.
Reynaldo, como se llama, se duele de la tragedia de su Patria. No hace un análisis sociopolítico muy elaborado, ni falta que hace, pero le tiembla la voz cuando dice que “algún día los que están arriba tendrán que caer. No es justo que unos pocos poderosos tengan a millones en la miseria. Han convertido nuestro país en un pedazo de tierra indigno, pero algún día ellos caerán. ¿Cuándo? No sé. Ojalá pronto, aunque Venezuela tardará años en recuperarse de esta tragedia que no merecía y que no le deseo a nadie, seño, a nadie. Es una desgracia”.
Colombia es el mayor receptor de venezolanos que huyen. Se quejan algunos connacionales porque los recién llegados “nos están quitando puestos de trabajo”, como si el desempleo no hubiera sido una constante entre nosotros.
Muchos “venecos” se han sentido excluidos. Algunos han sido perseguidos y atacados por buscar aquí los derechos humanos básicos que nosotros damos por sentado, y también han sido explotados. En la sala de espera de una EPS, una señora se ufanó de haber despedido a su empleada, a la que la pagaba cincuenta mil pesos por el día de trabajo, porque consiguió una venezolana a la que le paga veinte mil. ¡Cónchale, vale! No hay derecho a ser tan roñoso en esta vida
Ya es común ver a una madre con sus hijos con un cartel que hemos visto por años, solo que ahora, en lugar de “somos desplazados…”, se lee “somos venezolanos…”.