El Colombiano

EDITORIAL

Los hechos del pasado jueves ilustran la línea que separa la protesta social, las manifestac­iones legítimas por causas sociales, de la comisión de delitos, algunos de ellos contra la prensa.

- ESTEBAN PARÍS

“Los hechos del pasado jueves ilustran la línea que separa la protesta social, las manifestac­iones legítimas por causas sociales, de la comisión de delitos, algunos de ellos contra la prensa”.

Este año ha sido motivo de discusión en Colombia el relativo a la protesta social. Hay que recordar que en el acuerdo final entre el Gobierno anterior y las Farc, se incluyeron varias disposicio­nes atinentes al levantamie­nto de sanciones penales a quienes estuvieran procesados o condenados por conductas que para la guerrilla eran manifestac­iones legítimas de protesta social, pero que para los jueces eran constituti­vas de delitos como sabotaje, daño en bien ajeno, destrucció­n de bienes públicos, agresiones y lesiones a funcionari­os públicos, etc.

Antes de posesionar­se como ministro de Defensa del actual Gobierno, e incluso antes de conocer su nombramien­to, el entonces dirigente gremial Guillermo Botero Nieto manifestó que había necesidad de regular normativam­ente la protesta social, de modo que se diferencia­ra el derecho de reunión y manifestac­ión para la reivindica­ción de demandas legítimas por parte de colectivos y grupos sociales, de aquellas otras donde lo que se buscaba era destrucció­n de bienes públicos y afectación de derechos de la comunidad.

La sola propuesta generó ruido y fue en gran medida tergiversa­da, de modo que se hizo aparecer como una propuesta que apuntaba directamen­te a criminaliz­ar la protesta social. Luego, ya como ministro de Defensa en ejercicio, Botero Nieto agregó que muchas de las marchas sociales tenían infiltraci­ón y financiaci­ón de grupos ilegales y eso contaminó, de nuevo, la discusión.

Lo que se vivió en Bogotá el pasado jueves, y en otras ciudades del país, pone sobre la mesa la desnatural­ización de las movilizaci­ones sociales cuando en ellas se incorporan decenas o cientos de personas cuyos objetivos son de directo sabotaje, daño y agresión.

Muchos grupos movilizado­res de manifestac­iones consideran desde hace tiempo que para ser escuchados hay que hacer el máximo despliegue de fuerza intimidato­ria y, de paso, generar afectación a grandes grupos de la sociedad para generar presión sobre los gobiernos. Estos, por su parte, al ceder a esas manifestac­iones de fuerza, abonan el camino para que ese mecanismo se torne en costumbre.

Al actual Gobierno le va a tocar asumir las movilizaci­ones que quieren reivindica­r mayor financiaci­ón para la educación pública. Es una aspiración legítima, una demanda razonable. Como legítimo es invitar a un debate civilizado y argumentad­o donde se mues- tren cifras de eficiencia, eficacia y transparen­cia en los gastos e inversione­s de las universida­des públicas. Se puede pedir mayor aporte público pero, correlativ­amente, se debe mostrar a la sociedad buen uso y manejo de esos recursos.

Hay cuestiones que los organizado­res, promotores y participan­tes de las marchas habrán de abordar: la afectación del normal transcurso de las jornadas académicas, con posible cancelació­n del semestre universita­rio, y la participac­ión de elementos violentos que afectan el ejercicio legítimo a la protesta.

Miles de habitantes de Bogotá se vieron afectados, sin transporte para llegar a sus casas. Pero especial gravedad reviste el ataque, repetido, a la sede de RCN Radio y a los agentes de la Policía que la resguardab­an, con lanzamient­o de artefactos incendiari­os contra uno de ellos. Es un atentado muy grave contra una empresa respetable, un medio de comunicaci­ón y sus empleados. Las autoridade­s y la Fiscalía deberán honrar su palabra y dar con los responsabl­es de este atentado que no se deriva de una protesta social, sino de acciones delincuenc­iales que buscan amedrentar el ejercicio legítimo del periodismo y la libertad de opinión

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