CUANDO EL PARAÍSO SE QUEMA
Paradise, una antigua ciudad de la Fiebre del Oro ubicada en las estribaciones de la Sierra Nevada, se encuentra a 100 millas al norte de Sacramento y a menos de 15 millas de aquí. Co- munidades hermanas, estamos conectados por el Skyway, un camino sinuoso de cuatro carriles. Es el viaje diario de miles de personas y la única ruta que sale de Paraíso hacia Chico, el área urbana más cercano.
A fines de la semana pasada, este telón de fondo perfectamente cotidiano de California de tierras áridas y una carretera solitaria que sale de un pueblo de montaña creó un escenario sin precedentes en el peor de los casos.
Un incendio forestal, que en una cruel coincidencia se llama Camp Fire, comenzó a engullir a Paraíso mientras yo daba clases consecutivas el 8 de noviembre. A esa hora, no teníamos idea de lo extenso que era el fuego, pero camino hacia mi carro, pasé por el lado de estudiantes estirando sus teléfonos para catalogar la costura entre el cielo azul y las nubes apocalípticas invasoras.
Una vez en casa, mi familia y yo escaneamos las noticias en las redes sociales, horroriza- dos, viendo videos en vivo de residentes huyendo por el Skyway, llamas envolviéndolos a ambos lados, mientras los arbustos secos aceleraban la pesadilla de las brasas galopantes.
A medida que caía la noche, y el fuego se alzaba a pocos acres de distancia, observábamos preguntas colectivas - cómo prepararse, qué empacar, dónde se produciría el incendio y si quedarse o no- surgir y manifestarse en las calles: los estantes de las tiendas de comestibles se vaciaron, las estaciones de gasolina llenas y los carros llenos de un montón de ropa para acampar, álbumes de fotos, latas y mascotas. Nuestros vecinos se fueron. Nosotros nos quedamos, pero estábamos listos para irnos en cualquier momento.
Tiritando en el frío de noviembre, mi hija y yo empapamos el perímetro de nuestra casa mientras mi esposo intentaba limpiar el techo de los grandes trozos de ceniza y hojas carbonizadas que caían del cielo.
Nos despertamos en oscuridad completa, el humo bloqueando el sol lo que bajó la temperatura de Chico 30 grados. Las plantas que habían continuado creciendo hasta noviembre se habían congelado y ennegrecido. El índice de calidad del aire se registró por encima de 500; los niveles saludables están por debajo de 50. Casi todas las tiendas se quedaron sin las omnipresentes máscaras N95 que cubren nuestras caras. Sin ellas, las gargantas queman, los ojos lloran y pican.
A medida que el fuego se aleja de Chico y se adentra en las estribaciones boscosas, somos voluntarios en las iglesias y centros comunitarios que ahora se han transformado en centros de evacuación para los residentes de Paradise.
El shock y los pulmones ahogados apagan las voces de los evacuados mientras cuentan sus historias de escape y enumeran su inventario perdido.
En esta franja de California, cada vez más costosa, Paradise era uno de los últimos lugares donde podía vivir con un ingreso fijo. Hospitales, centros de rehabilitación, hogares de convalecencia y farmacias comunitarias salpicaban sus carreteras principales. Hace menos de dos meses, el condado local declaró una crisis de refugio.
El incendio sólo está contenido en un 30%, el número de muertos sigue subiendo, y el mapa de incendio aún está rojo brillante hacia el este.
Sin embargo, si eventos como el Camp Fire son parte de lo que el gobernador Jerry Brown ha llamado “un nuevo anormal”, la verdadera prueba de nuestra compasión y agallas será en los próximos meses y años cuando el destino de los más vulnerables, quienes siempre hemos sabido serían los más afectados por el cambio climático, estará en gran parte en nuestras manos, como estado y nación