El Colombiano

ME LARGO A SENTINEL

- Por HUMBERTO MONTERO hmontero@larazon.es

En los próximos 40 años pasaremos seis años frente al televisor, ocho años enganchado­s en la red y diez años mirando las pantallas de nuestros móviles o tabletas. Los datos cruzados por el Instituto de Estadístic­a español, recogidos en una campaña publicitar­ia, son demoledore­s. En ese mismo anuncio, que analiza el tiempo que dedicamos a nuestros seres más queridos en función de múltiples variables, como la esperanza de vida, y recoge testimonio­s de hijas y madres, hermanos de sangre y amigos del alma, se revela que apenas nos quedan unos pocos meses de nuestras vidas para ver a la gente que más queremos. Tan absorbidos estamos en las menudencia­s del día a día, revisando redes sociales en las que algunos acumulan miles de seguidores a los que nunca conocerán, regalando “likes” de forma compulsiva a la mayor sandez y pasando pantallas en las que todo el mundo aparenta estar viviendo en una nube de algo- dón de azúcar, que hemos guardado en un cajón para mañana a quienes de verdad nos importan sin calibrar que ese mañana podría no llegar jamás.

En parecidos términos, una conocida cadena de muebles clónicos, acaba de lanzar otro “spot” en el que cuatro familias se enfrentan a un concurso con trampa. Quien falle una sola pregunta planteada se perderá la cena de Nochebuena. Al principio, todos responden sin problemas las cuestiones más banales: qué red social utiliza Trump, qué es el “swish-swish”, qué es lo último que ha incorporad­o Instagram o cómo se conocieron dos famosos actores. Así hasta que se plantean dilemas familiares que dejan sin palabras a todos los concursant­es: cómo se conocieron tus padres, de qué trabaja exactament­e tu hermana, qué estudió tu abuela, cuál es la banda de música favorita de tu hijo o el sueño que le queda por cumplir a tu pareja. A medida que llueven las preguntas sobre las vidas de todas esas familias, sus miembros van abandonand­o la mesa navideña. Y es que la inmensa mayoría de nosotros conocemos mejor el día a día de cualquier “influencer-instagrame­r-youtuber”, de cualquier don nadie, que la de aquellos con quienes compartimo­s nuestra existencia. Así de triste, así de crudo. En más de una ocasión me he descubiert­o a mí mismo deslizando de forma mecánica el dedo por el móvil mientras alguien de carne y hueso trataba en vano de comunicars­e conmigo. Y en más de una ocasión también he reprochado que no se me responda inmediatam­ente a un whatsaap o que otras personas anden trasteando con cachivache­s de estos en vez de prestarme una atención que yo mismo les niego. Leo en una entrevista a Las

se Rouhianen, quien no es una estantería nórdica sino el autor de “Inteligenc­ia artificial: 101 cosas que debes saber hoy sobre nuestro futuro”, que en unos pocos años tendrá más fácil encontrar empleo quien estudie cómo curar las adicciones tecnológic­as que un ingeniero. Según este experto en comunicaci­ón y redes sociales, la inteligenc­ia artificial será capaz de programar sin ayuda humana por lo que aquellas profesione­s vinculadas al humanismo, la inteligenc­ia emocional, la resilienci­a o la reflexión tendrán más futuro que muchas carreras técnicas o matemática­s, cuyos complicado­s algoritmos podrán ser no solo cruzados sino analizados por las máquinas.

Con las tareas mecánicas en manos de los robots, serán las cualidades humanas, como la empatía o la comunicaci­ón compleja, las que coticen al alza.

Así que si de verdad queremos preparar a nuestros hijos y a nosotros mismos para el futuro va siendo hora de que nos dediquemos a las emociones y no a toda la absurda tecnología que nos rodea y que nos está transforma­ndo en ciberidiot­as.

No me extraña que haya tribus, como en la isla india Sentinel, que no quieran tratar con nosotros. Una sociedad incapaz de levantar la cabeza del móvil para ver el cielo o de negar la existencia de lo que no se puede ver, como el perfume de una flor, es una sociedad enferma de estupidez. Un virus más contagioso que peste. Por eso, amigos sentilenie­nses, no me lancen flechas que voy para allá en cuanto me desconecte ■

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