El Colombiano

La huella de María Berenice

- Por DANIELA JIMÉNEZ GONZÁLEZ FOTO CORTESÍA LA PATRIA

Ayer esta religiosa, fundadora de las Hermanitas de la Anunciació­n, fue declarada Venerable Sierva de Dios por el Papa, un paso para su beatificac­ión. Narramos su historia en Antioquia.

La fundadora de las Hermanitas de la Anunciació­n recibió ayer un título del Papa Francisco.

La hermana María Berenice Duque, quizás, le temía a la pretensión de grandeza. En el centro de la capilla, la religiosa Consuelo Pérez se detiene y señala un bache sobre las baldosas. “Ahí, justamente, ella pidió que reposaran sus restos”. Oculta, cuenta la hermana Pérez, bajo las pisadas de los visitantes.

En esa misma ermita que recorre Consuelo, en la Casa provincial de las Hermanitas de la Anunciació­n de Medellín, la hermana Luz Mery Quiróz recuerda que María Berenice era ante todo “una madre”.

Cuando tenía quince años, y recién terminaba el noviciado, cuenta, fue su abrazo protector quien le recordó que no debía temer. Que, por momentos, la angustia es innecesari­a, que no está mal replantear el camino.“Tranquila”, le dijo, “hay que florecer donde Dios lo ponga a uno”.

Ayer el nombre de la religiosa hizo eco en el mundo. A pesar de elegir la discreción, de querer pasar desapercib­ida, su logro no es pequeño: fundó, en 1943, una de las congregaci­ones más extensas (la de las Hermanitas de la Anunciació­n, con presencia en 15 países).

Por eso, el Papa Francisco reconoció en ella una labor de “virtudes heroicas” y la de- claró Venerable Sierva de Dios, un título que antecede a la beatificac­ión. Ahora la Madre Berenice continúa su proceso y abona su camino a la santidad. Sería la segunda santa colombiana, junto a la Madre Laura Montoya.

Fiesta en casa

La celebració­n por este nombramien­to, por supuesto, llegó hasta Antioquia, la tierra que recibió su obra. Ella nació en Salamina, Caldas, en 1898, y fue bautizada como Ana Julia. A manera de homenaje, tras sus votos como religiosa, hizo suyo el nombre de su madre, Berenice, a manera de gratitud.

Ayer, en la Congregaci­ón de las Hermanitas de La Milagrosa, en Medellín, la fiesta fue mayor. “Mire como estoy de emocionada”, comenta la hermana Consuelo, que salta de un salón a otro con los preparativ­os.

Ahí, donde ayer todo era emoción, las hermanas casi pueden rememorarl­a subiendo los escalones hacia la antigua capilla del lugar. En un rincón, bajo el retrato del Sagrado Corazón de Jesús, la Madre María Berenice oraba desde las tres de la mañana. Algunas religiosas cuentan que ese era su momento más íntimo y que en ese mismo rincón gestó su obra. “En el silencio, porque es así como Dios le hablaba”, añade Consuelo.

La hermana Emma Pérez Hidalgo recita, de memoria, una de las premisas que María Berenice le enseñó siendo su maestra. “Hay que educar amando”, le decía, y era tan estricta con ese propósito como lo era con la escritura.

Para continuar su proceso de beatificac­ión, hasta Roma fueron enviadas cajas cargadas de libros y cartas, una tras otra, todas de su autoría. Escribía con ansiedad y con gusto, casi como con hambre, en una máquina de escribir diminuta.

“Es que, la verdad, sabía hacer muchísimas cosas”, dice la hermana Consuelo, bajo el atrio de la capilla. En ese mismo punto, María Berenice Duque dibujó sobre cartón y con carboncill­o los primeros planos de la capilla y, tras sus viajes, la fue llenando con las figuras y detalles que traía de Roma.

Aún están allí los rastros de la primera casa colonial que construyó para las religiosas y que luego fue el convento que la vio morir, el 25 de julio de 1993, tras 14 años de enfermedad.

“Acá todo tiene su significad­o”, termina por decir la hermana Consuelo. Y es que en la capilla cinco ángeles custodian el atrio del recinto. María Berenice era una mujer simbólica, cuenta la religiosa, y cada ángel no es más que la representa­ción de un deseo: que la labor de la congregaci­ón, de manera discreta, llegara hasta otros países en los cinco continente­s

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La Madre Berenice Duque sembró sus enseñanzas en más de 15 países, a través de su congregaci­ón.

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