Chapo Guzmán, condenado
El sistema judicial norteamericano vuelve a mostrar su fortaleza. Otra vez contra un capo latinoamericano, con miles de víctimas a sus espaldas. No se acaba el narcotráfico, pero se vio la cara de la justicia.
La condena por parte de la justicia de Estados Unidos a
Joaquín “el Chapo” Guzmán, narcotraficante mexicano, líder del llamado Cartel de Sinaloa, aunque perfectamente previsible, deja mensajes para países que, como México y Colombia, tienen que seguir lidiando con los medios a su alcance contra un delito transnacional en el que la justicia llega siempre años o décadas después, y en el que los organismos de seguridad e inteligencia dejan buena parte de sus recursos y tantas veces su integridad.
El Chapo Guzmán, tras ser capturado tres veces en México y encarcelado, burló a las autoridades y escapó de cárceles supuestamente de alta seguridad. Ese país no extraditaba a sus nacionales para que fueran juzgados en otros países. Las burlas del Chapo y la evidencia del descontrol que los gobiernos mexicanos tenían de sus organismos de seguridad y de su sistema penitenciario llevaron al anterior presidente, Enrique
Peña Nieto, a romper el tabú de la extradición y ordenar el envío de Guzmán Loera a ser procesado por un sistema judicial donde no tenía posibilidades de corromper o imponer sus condiciones. Elementos todos que Colombia ha vivido y ha sufrido desde hace muchos años.
En Nueva York el narcotraficante mexicano tuvo que vérselas con una Fiscalía prevalida de toda una batería de pruebas, un juez - Brian Cogan- que impuso una disciplina férrea en el tribunal, y un jurado compuesto por once ciudadanos de los que el juez ponderó su atención absoluta a cada una de las intervenciones de fiscales y abogados defensores. Ese jurado consideró culpable al narco de once cargos. Para llegar al veredicto, pesaron los testimonios, varios de ellos de narcotraficantes colombianos como alias “Chupeta” o miembros del clan Cifuentes Villa.
La Fiscalía documentó no solo el narcotráfico, en enormes cantidades, sino asesinatos, lavado de activos o torturas. Por orden del juez, no se ahondó en testimonios sobre corrupción a políticos y policías mexicanos y colombianos.
Entre los testimonios que escuchó la corte, el del colombiano Jorge Milton Cifuentes Vi
lla que detalló los negocios entre el Chapo Guzmán y las Farc. Ni siquiera los abogados del capo se atrevieron a plantear ante el juez la tesis asumida en Colombia en virtud de los acuerdos de paz con las Farc, según los cuales el narcotráfico de la entonces guerrilla quedaba amparado como delito cometi- do con fines de financiar una rebelión. Una especie de “narcotráfico altruista”. La visión de la justicia estadounidense es muy distinta. Y la colombiana quizá no querrá recoger los elementos ventilados sobre las Farc en el proceso contra Guzmán.
Un capo que se iba conviertiendo en estrella mediática, fenómenos que se conoce bien en Colombia, oirá el próximo 25 de junio la cuantía de su condena pero es presumible que ya no saldrá vivo de la cárcel. No se acaba el narcotráfico, claro está. Las redes se recomponen y, ciertamente, los capos que manejan el negocio en EE.UU. no corren el mismo destino penitenciario de los mafiosos latinoamericanos cuando son extraditados.
No obstante, alguna nota deben tomar quienes asumen el relevo del que sigue siendo uno de los negocios ilícitos más rentables. Siempre habrá quienes asuman el riesgo a cambio de algunos años de riqueza. Pero algunos sistemas judiciales sí operan, contra todo tipo de resistencias de discursos ideológicos y revestidos de nacionalismo.
En este caso, al menos, cientos de víctimas -entre ellas, las primeras, las familias de los jóvenes devorados por la droga- pueden tener la certeza de que su verdugo no quedó en la impunidad