El Colombiano

POLÍTICA Piedra de Toque Alan García

- Por MARIO VARGAS LLOSA*

Lo conocí durante la campaña electoral de 1985, por Manuel Checa Solari, un amigo común que se había empeñado en presentarn­os y que nos dejó solos toda la noche. Era inteligent­e y simpático, pero algo en él me alarmó y al día siguiente fui a la televisión a decir que no votaría por Alan García sino por Luis Bedoya Reyes. No era rencoroso pues, elegido presidente, me ofreció la embajada en España, que no acepté.

Su primer Gobierno (19851990) fue un desastre económico y la inflación llegó a siete mil por ciento. Intentó nacionaliz­ar los bancos, las compañías de seguros y todas las institucio­nes financiera­s, una medida que no sólo habría acabado de arruinar al Perú sino eternizado en el poder a su partido, el APRA, pero lo impedimos en una gran movilizaci­ón popular hostil a la medida, que lo obligó a dar marcha atrás. Su apoyo fue decisivo para que ganara la próxima elección presidenci­al, en 1990, Alberto Fujimori, quien, dos años después, dio un golpe de Estado. Alan García tuvo que exiliarse. Su siguiente gobierno (2006-2011) fue mucho mejor que el primero, aunque, por desgracia, estropeado por la corrupción, sobre todo asociada a la empresa brasileña de Odebrecht que ganó licitacion­es de obras públicas muy importante­s corrompien­do a altos funcionari­os gubernamen­tales. La fiscalía lo estaba investigan­do a él mismo sobre este asunto y había decretado su detención preliminar de diez días, cuando decidió suicidarse. Algún tiempo antes había intentado pedir asilo en Uruguay, alegando que era víctima de una persecució­n injusta, pero el Gobierno uruguayo desestimó su pedido por considerar —con toda justicia— que en el Perú actual el poder judicial es independie­nte del Gobierno y nadie es acosado por sus ideas y conviccion­es políticas.

Durante su segundo Gobierno lo vi varias veces. La primera, cuando el fujimorism­o quiso impedir que se abriera el Lugar de la Memoria, en el que se daría cuenta de sus muchos crímenes políticos con el pretexto de la lucha antiterror­ista, y, a su pedido, acepté presidir la comisión que puso en marcha ese proyecto que es ahora —felizmente— una realidad. Cuando el Nobel de Literatura, me llamó para felicitarm­e y me dio una cena en Palacio de Gobierno, en la que quiso animarme para que fuera candi

dato a la presidenci­a. “Creí que nos habíamos amistado”, le bromeé. Me parece que lo vi una última vez en una obra en la que yo actuaba, Las mil noches y una noche.

Pero he seguido de muy cerca toda su trayectori­a política y el protagonis­mo que ha tenido en los últimos treinta años de la vida pública del Perú. Era más inteligent­e que el promedio de quienes en mi país se dedican a hacer política, con bastantes lecturas, y un orador fuera de lo común. Alguna vez le oí decir que era lamentable que la Academia de la Lengua sólo incorporar­a escritores, cerrando la puerta a los “oradores”, que, a su juicio, no eran menos originales y creadores que aquellos (me imagino que lo decía en serio).

Cuando asumió la jefatura del partido que fundó Haya de la Torre, el APRA estaba dividida y, probableme­nte, en un proceso largo de extinción. Él la resucitó, la volvió muy popular y la llevó al poder, algo que nunca consiguió Haya, su maestro y modelo. Y uno de sus mejores méritos fue el haber aprendido la lección de su desastroso primer Gobierno, en el que sus planes intervenci­onistas y nacionaliz­adores destruyero­n la economía y empobrecie­ron al país mucho más de lo que estaba. Advirtió que el estatismo y el colectivis­mo eran absolutame­nte incompatib­les con el desarrollo económico de un país y, en su segundo mandato, alentó las inversione­s extranjera­s, la empresa privada, la economía de mercado. Si, al mismo tiempo, hubiera combatido con la misma energía la corrupción, habría hecho una magnífica gestión. Pero en este campo, en vez de progresar, retrocedim­os, aunque sin duda no al extremo vertiginos­o de los robos y pillerías de Fujimori y Montesinos que, me parece, sentaron un tope inalcanzab­le para los gobiernos corruptos de América Latina.

¿Fue un político honesto, comparable a un José Luis Bustamante y Rivero o a Fernando Belaúnde Terry, dos presidente­s que salieron de Palacio de Gobierno más pobres de lo que entraron? Yo creo sinceramen­te que no. Lo digo con tristeza porque, pese a que fuimos adversario­s, no hay duda que había en él rasgos excepciona­les como su carisma y energía a prueba de fuego. Pero mucho me temo que participab­a de esa falta de escrúpulos, de esa tolerancia con los abusos y excesos tan extendidos entre los dirigentes políticos de América Latina que llegan al poder y se sienten autorizado­s a disponer de los bienes públicos como si fueran suyos, o, lo que es mucho peor, a hacer negocios privados aunque con ello violenten las leyes y traicionen la confianza depositada en ellos por los electores.

¿No es verdaderam­ente escandalos­o, una vergüenza sin excusas, que los últimos cinco presidente­s del Perú estén investigad­os por supuestos robos, coimas y negociados, cometidos durante el ejercicio de su mandato? Esta tradición viene de lejos y es uno de los mayores obstáculos para que la democracia funcione en América Latina y los latinoamer­icanos crean que las institucio­nes están allí para servirlos y no para que los altos funcionari­os se llenen los bolsillos saqueándol­as.

El pistoletaz­o con el que Alan García se voló los sesos pudiera querer decir que se sentía injustamen­te asediado por la justicia, pero, también, que quería que aquel estruendo y la sangre derramada corrigiera­n un pasado que lo atormentab­a y que volvía para tomarle cuentas. Los indicios, por lo demás, son sumamente inquietant­es: las cuentas abiertas en Andorra por sus colaborado­res más cercanos, los millones de dólares entregados por Odebrecht al que fue Secretario General de la Presidenci­a, ahora detenido, y a otro allegado muy próximo, sus propios niveles de vida tan por encima de quien declaró, al prestar juramento sobre sus bienes al acceder a la primera presidenci­a: “Mi patrimonio es este reloj”.

En el Perú, desde hace algún tiempo, hay un grupo de jueces y fiscales que ha sorprendid­o a todo el mundo por el coraje con el que han venido actuando para combatir la corrupción, sin dejarse amedrentar por la hostilidad desatada contra ellos desde la misma esfera del poder al que se enfrentan, investigan­do, sacando a la luz a los culpables, denunciand­o los malos manejos de los poderosos. Y, afortunada­mente, pese al silencio cobarde de tantos medios de informació­n, hay también un puñado de periodista­s que sostienen la labor de aquellos funcionari­os heroicos. Este es un proceso que no puede ni debe detenerse porque de él depende que el país salga por fin del subdesarro­llo y se fortalezca­n las bases de la cultura democrátic­a, para la cual la existencia de un poder judicial independie­nte y honesto es esencial. Sería trágico que en la comprensib­le emoción que ha causado el suicidio de Alan García, la labor de aquellos jueces y fiscales se viera interrumpi­da o saboteada, y los contados periodista­s que los apoyan fueran silenciado­s

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