El Colombiano

CARICATURA

- Por ANA CRISTINA RESTREPO J. redaccion@elcolombia­no.com.co

Es una tarea urgente de la escuela y las familias resignific­ar los símbolos que se han convertido en caricatura­s.

Mientras la sátira política sufre con las decisiones de The New York Times y un caricaturi­sta canadiense es despedido por burlarse de Trump, en el cerro Nutibara una caricatura alcanzó su cumbre.

El Energúmeno que cortó la bandera del arcoíris es la encarnació­n de la caricatura repetida y fácil que reposa en el imaginario de muchos: el paisa machista, mandón y estridente, anclado en la premoderni­dad. Dogmatismo, elitismo y superstici­ón en un mismo paquete.

Analizar la vigencia y porvenir de esa caricatura, implica entender el ciclo de reproducci­ón y expansión de su discurso en la actualidad.

¿Qué nos dice la ceremonia de la destrucció­n del símbolo de la comunidad LGTBIQ? El registro audiovisua­l es la reiteració­n de un poder (lo hago porque puedo, porque no estoy solo en mi cruzada, porque nadie me impide hacerlo); acto seguido, su publicació­n en redes sociales es un reto a las institucio­nes frente a la mirada pública (a pesar de que infrinjo la ley, represento una serie de “valores tradiciona­les” aprobados por ciertas élites: soy intocable).

Grabación y difusión ratifican que en nuestro entorno ese tipo de demostraci­ones públicas de discrimina­ción no tienen mayores repercusio­nes ante las institucio­nes del Estado. Hasta ahora, la verdadera sanción del Energúmeno ha sido social: sus actos multiplica­ron la solidarida­d en la Marcha del Orgullo LGTBIQ en Medellín. “Paró de la cama” a quienes estaban indecisos sobre si salir o no a marchar.

Pero ¿exigir un “castigo ejemplar” para quienes, como el Energúmeno, nutren su discurso con el miedo a las leyes y no con el respeto de las mismas? ¿“Darles de su misma medicina” a los fanáticos del populismo punitivo? (Una abogada penalista me dice que el Energúmeno debería ser condenado a la pena más alta definida por su propia escala de valores: “Que lo graben izando la bandera del arcoíris”).

En la pasada Fiesta del libro, el escritor español Javier

Moro me preguntó: “¿Por qué la palabra “paisa” es una ofensa?”. Le respondí que yo no lo siento así, que la connotació­n negativa la da el contexto del uso del adjetivo: me siento orgullosa de mi acento, de que me llamen “paisa”, porque me ubica en las montañas de mis ancestros, pero no porque considere que el hecho fortuito y aleatorio de nacer en un lugar otorgue atributos especiales o algún tipo de superiorid­ad. (Por respeto a la inteligenc­ia de los lectores, no me extenderé en el embeleco de la tal “raza paisa”).

“El sicario con acento paisa” de los noticieros o el “paisa regateador” de la plaza de mercado son lugares comunes que, aunque provienen de la realidad, no dejan de ser caricatura­s. Como el Energúmeno, no representa­n un “nosotros” único. ¿Qué tan difícil es arrancar del inconscien­te colectivo al collar de arepas y al culebrero, las retahílas de Mi

guel Ángel Builes, Montecrist­o o Álvaro Uribe Vélez?

Es una tarea urgente de la escuela y las familias (sí, en plural, porque son diversas) resignific­ar los símbolos que se han convertido en caricatura­s. Rescatar el patriotism­o como ejercicio de ciudadanía horizontal y no de heroísmo avasallado­r y excluyente.

Que cada grito de “¡Oh, libertad! ¡ Oh, libertad!” al final del himno antioqueño emancipe a los esclavos del vicio cultural. Y esfume las caricatura­s que insistimos en trazar

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