El Colombiano

Transterra­dos

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De todas las palabras que nombran al que se marcha, “Transterra­dos” parece la más benévola. Las otras –desterrado, expatriado, exiliado, desplazado y hasta la misma emigrado– parecen cargar a cuestas la incertidum­bre y el dolor que casi siempre los acompaña. En la palabra transterra­dos hay una hermosa metáfora vegetal que hace de los que se van una especie de árboles capaces de echar raíces y crecer en suelos distintos a aquellos donde sus semillas germinaron. Con “Transterra­dos” (Sílaba, 2019), Consuelo Triviño acaba de publicar una obra de madurez, amplia y minuciosa como una pintura mural, donde el verdadero protagonis­ta es ese fenómeno complejo que hace que millones deambulen por el mundo en busca de lugares más propicios para desplegar las ramas.

Consuelo Triviño se asomó al panorama literario nacional hace un poco más de veinte años con “Prohibido salir a la calle” (1998), una novela de culto que ha sido objeto de varias reedicione­s. Es autora de libros de cuentos y novelas entre los que se destaca “La semilla de la ira” (2008), un relato en la voz de José María Vargas Vila, que algunos incluyen entre las novelas latinoamer­icanas más destacadas de las últimas décadas. Con “Transterra­dos” nos ha contado la historia de millones, sin que parezca haber dejado de lado ningún aspecto de la compleja experienci­a de los que se marchan. “Transterra­dos” se lee como un relato policial. Sin referencia­s ostensible­s, la historia transcurre en Madrid. Patricia, una mujer ecuatorian­a que hace teatro callejero, aparece muerta en su casa. Los indicios apuntan a Luis Jorge, su novio colombiano, un hombre extremadam­ente celoso y con desequilib­rios emocionale­s que le dejó la violencia de su país. A pesar de que no recuerda los hechos, Luis Jorge acepta la culpa. Pero la narradora –su amiga, la española Constanza Estévez– sospecha que es inocente. En torno al crimen gravitan todos las facetas del desarraigo: la historia personal que cada uno se empeña en olvidar o distorsion­ar, las difíciles relaciones con los que se quedaron, las dificultad­es para adaptarse a un nuevo país, la explotació­n de unos por otros, la necesidad de ejercer oficios que en el país de origen parecerían indignos, las oportunida­des milagrosas, los riesgos de caer en las garras del crimen, la esperanza, la desesperan­za, la tentación del regreso, el arte que florece en los terrenos más insospecha­dos.

Un coro de voces diversas nos recuerda que quien se marcha de su tierra ya no es de ningún lado. Pues siempre será extranjero en los sitios a los que llega y, aunque intente regresar, ya nunca podrá pertenecer a ese lugar de donde sus raíces fueron arrancadas.

“Al cabo del tiempo, algunos transterra­dos comprender­án que han perdido, más que la tierra, la memoria viva de lo que fueron. Dejan de mirarse en el espejo por miedo a descubrir un excluido. En la fatiga añorarán una patria miserable que no los reclama ni vela por ellos”. El panorama general es desolador, pero la belleza del lenguaje y el título elegido parecen redimir a ese grupo de personas que es reflejo de todos por igual, tanto los que se fueron como los que se quedaron.

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GUSTAVO ARANGO Profesor de literatura

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