DEJEN YA DE JODER CON LA GUERRITA
«China no es aliado ni amigo. Quieren apropiarse de nuestro país». Corría 2011 cuando Trump lanzaba una de sus primeras andanadas contra Pekín vía tuit. Por entonces, nadie podía imaginarse que el avispado empresario se lanzaría a la arena política y, mucho menos, que concurriría a la Presidencia. También por aquel entonces, la brecha en la balanza comercial de EE. UU. era de «sólo» 720.000 millones de dólares. El saldo desfavorable se había ensanchado desde 1995, cuando las empresas estadounidenses comenzaron a mudarse a China.
Las primeras deslocalizaciones de los años 80 llevaron la producción a Taiwán. En los 90, en la búsqueda constante de mano de obra barata que redujera los costes de fabricación y engordara los beneficios, se amplió la factoría asiática a Vietnam, Corea y Hong Kong. China ya aparecía en el horizonte.
En 1995, el saldo de la balanza comercial americana era negativo, pero apenas por 124.000 millones de dólares. En aquella época, Trump estaba más interesado en sus operaciones inmobiliarias que en lo que se cocía en Asia.
Sin embargo, mientras las empresas estadounidenses acumulaban beneficios desorbitados y colocaban sus mercancías por el mundo, casi con la única competencia japonesa, y atesoraban fortunas para investigación, obteniendo una abismal ventaja competitiva, la brecha comercial de la primera potencia crecía sin parar. Hasta superar los 900.000 millones de dólares en 2017.
Además, la obsesión china de Trump responde a un vuelco comercial ya vivido en Corea del Sur. En los 80, los productos surcoreanos eran considerados de tercera o cuarta gama. Dos décadas después, ya competían con las empresas punteras. Era el turno de China. Pero la fuerte dependencia comercial con Pekín ha llevado a EE. UU. a replantear la partida.
Porque casi el 50% del desequilibrio comercial que acumula la economía estadounidense proviene de China y ya no son sólo productos fabricados por compañías americanas en el gigante asiático sino tecnología china más barata que la americana, fabricada también en China. La guinda que necesitaba Trump para lanzar la ofensiva: la compra de compañías estadounidenses por firmas chinas. Como la protagonizada por el gigante de los electrodomésticos chino Haier, uno de los primeros en pescar en la alicaída industria americana: 5.400 millones de dólares por la división de electrodomésticos de General Electric, antiguo buque insignia del poderío americano junto a Westinghouse.
Llegados a este punto, el renacer americano hecho lema con el «Make America Great» pasaba por recuperar la producción industrial para la decaída clase media «wasp», anglosajones blancos de antiguos bastiones del fordismo, como Detroit o Pittsburg. Por eso, la primera decisión fue gravar las importaciones de acero de casi todo el mundo.
En cualquier caso, a Trump le interesa en términos electorales mantener la tensión con China hasta que se aproxime su reelección en 2020. Es ya casi una tradición que los presidentes americanos tengan su «guerra» en el primer mandato para asegurarse un segundo. Pero sin excederse, porque los costes del conflicto ya se están dejando notar en ambas economías. Además, las relaciones comerciales se están debilitando a pasos agigantados con un saldo más desfavorable para EE. UU.
En julio, las importaciones chinas de EE.UU. cayeron un 19% respecto al mismo mes de 2018. Por su parte, las exportaciones de China a EE.UU. bajaron un 6,4% interanual (-7,8%) en junio. En definitiva, el superávit comercial chino se mantiene estable. Aún quedan balas por jugar. A Trump le queda ampliar las alianzas comerciales con Vietnam y a China la de «acomodar» más su moneda. Pero la partida se les está atragantando a ambos y de paso al mundo entero