El Colombiano

Las cárceles, tomadas por el crimen en América

El panorama de los penales del continente es de hacinamien­to y control de grupos criminales que influyen dentro y fuera de las cárceles.

- Por JUAN MANUEL FLÓREZ ARIAS

Gran parte de penales del continente funcionan como “estados paralelos” donde las leyes, el comercio, la vida y la muerte son manejados por grupos criminales, según expertos. Este es el panorama.

En marzo de 2012, en la cárcel de máxima seguridad de Zacatecolu­cas, en El Salvador, se acordó que las personas dejarían de morir. La noticia no fue anunciada por altavoces, llegó en forma de susurro, con llamadas desde las cárceles a los “palabreros” – emisarios de las pandillas en las calles– con una instrucció­n: “Hay que calmarse”.

El efecto fue inmediato. Uno de los palabreros, consultado por el diario El Faro, el primero en revelar los detalles del pacto aquí mencionado, recibió la llamada el viernes 9 de marzo, canceló los homicidios programado­s para ese día y les dijo a sus subordinad­os: “Estamos en vacaciones”. Al final del mes, los asesinatos se habían reducido un 38 %; para final de año la tasa nacional se redujo un 58 %, según el Instituto de Medicina Legal.

Por la disminució­n de las cifras, algunos llegaron a llamarlo milagro. En 15 meses, la comunidad internacio­nal vio con asombro cómo las muertes del país con la mayor tasa de homicidios del mundo de la época –según ONU– llegaron a sus mínimos por una decisión tomada, desde la cárcel, por líderes de las pandillas M-18 y Mara Salvatruch­a.

Se pensó, incluso, que el experiment­o podía replicarse en otros países, pero en 2014 el gobierno retiró el respaldo al pacto y, en menos de un año, los homicidios volvieron a aumentar y llegaron a la mayor cifra de este siglo en 2015 – 105 por cada 100.000 habitantes, según cifras oficiales–.

Algunos de los facilitado­res del diálogo fueron procesados y condenados como cómplices de las pandillas y, la única certeza que quedó en pie –de acuerdo con la hipótesis del investigad­or Benjamin Lessing, autor de varios libros sobre conflictiv­idad criminal y profesor de la U. de Chicago– fue que estas bandas no eran solo grupos de muchachos tatuados, sino estructu

ras con poder político capaces de decidir sobre la vida y la muerte a escala nacional.

Lessing ve señales anteriores de esta realidad. En 2006, Sao Paulo, la tercera ciudad más grande del mundo, fue “convertida en rehén” de las pandillas cuando el Primer Comando da Capital (PCC) respondió al traslado de sus miembros a cárceles de máxima seguridad con motines coordinado­s en 90 prisiones en los que murieron 133 personas, entre ellas 41 policías, de acuerdo con el gobierno brasileño.

“Las cárceles en América Latina, en muchos casos, funcionan como gobiernos criminales de facto controlado­s por las bandas de cada país”, afirma Gustavo Fondevila, académico del Centro de Investigac­ión y Docencia de México (Cide), basado en sus entrevista­s de la última década en los penales de México, Perú, Honduras, Brasil, El Salvador, México, Argentina y Chile.

En los penales, agrega, transcurre una realidad paralela, cuya existencia suele pasar desapercib­ida hasta que, como pasó hace dos semanas en un penal de Brasil, medio centenar de personas son asesinadas en sus celdas por una disputa entre bandas rivales.

Esconder bajo la alfombra

Pese a las diferencia­s entre países, la constante de las cárceles de la región es que funcionan permanente­mente excediendo el límite de su capacidad. De acuerdo con los datos recogidos por el World Prison Brief (WPB), salvo México, Belice y Surinam, todos los países de América Latina y el Caribe tienen encarcelad­as más personas que las que están en condicione­s de mantener (ver Infográfic­o).

En Colombia, dice el WPB, la población retenida pasó de 51.518 personas en el año 2000 a 118.513 en 2018; es decir, en menos de una década aumentó un 230 %. Se trata de un proceso generaliza­do en América Latina.

Marcelo Bergman, director del Centro de Estudios Latinoamer­icanos sobre Insegurida­d y Violencia (Celiv), explica que “lo que sucedió en los últimos treinta años es que aumentó el delito y, con él, la sensación de temor de la población, lo que demandó políticas duras que llevaron a triplicar la población carcelaria sin que la infraestru­ctura de los penales creciera en la misma proporción”.

Esa precarieda­d se suma a una falta de inversión en recursos básicos que, según el investigad­or José Luiz Ratton, coordinado­r del Centro de Estudios

en Políticas de Seguridad de la U. Federal de Pernambuco en Brasil, “está mediada por la percepción (problemáti­ca) de que los presos son personas que han perdido sus derechos”.

En Colombia, por ejemplo el Instituto Nacional Penitencia­rio y Carcelario (Inpec), invierte 1,3 millones de pesos mensuales para la atención de cada preso; una cifra contrasta con los datos oficiales de países como Reino Unido, donde el gasto por cada recluso es de 8,3 millones al mes o –más cerca– Chile, el cual invierte 3,4 millones de pesos por preso.

“Es difícil exigir a los presos que no establezca­n mercados criminales si, por ejemplo, no les das agua potable”, afirma Fondevila. Cada necesidad básica no resuelta en las cárceles da pie a un negocio al margen de la ley.

Así sucede en República Dominicana, donde la investigad­ora Jennifer Peirce, miembro del departamen­to de justicia criminal del John Jay College en Nueva York, comprobó la existencia de una suerte de “delegados” entre los presos como encargados de estos mercados ilegales, bajo el compromiso no oficial de que paguen una cuota de sus ganancias al Gobierno.

Entre más frágil sea el sistema carcelario, mayor es la influencia de estas redes de comercio dentro de las cárceles. Así, mientras según los datos de la Encuesta a Población en Reclusión en Latinoamér­ica, al 69 % de los presos de Chile le son proporcion­ados los medicament­os por el centro penitencia­rio, en El Salvador esta cifra es de solo el 20, 8 %.

El control de los negocios dentro de los penales de la región, afirman los expertos, convirtió a los grupos criminales en los árbitros detrás de las rejas que, eventualme­nte, obtuvieron suficiente poder para extender su control fuera de ellas.

Gobiernos paralelos

Detrás de cada estadístic­a sobre los penales en el continente, hay cientos de horas de entrevista­s con presos en cada cárcel de América Latina. El pacto tácito durante estas sesiones es que los reclusos no toquen a los entrevista­dores. A veces, sin embargo, esta norma se rompe; sobre todo cuando el que se quiebra es el propio preso, que interrumpe la conversaci­ón para comenzar a llorar.

Esa vez, en una cárcel de Honduras, no hubo llanto, solo el grito de una de las entrevista­doras del equipo de Fondevila cuando el recluso dejó de hablar para tomarla del brazo y luego se lanzó sobre ella. Investigad­ores se retiraron del penal y detuvieron entrevista­s.

A los tres días, cuenta Fondevila, el vocero de la iglesia que les servía de comunicaci­ón con la pandilla le dijo que el jefe quería hablar con él. El líder se disculpó, le aseguró que el problema estaba solucionad­o y lo invitó a volver con su equipo para continuar con su trabajo.

Como garantía de su palabra, sacó una bolsa y vació sobre la mesa la cabeza del pandillero que había tocado a la entrevista­dora. En la cárcel, la paz se impone a fuerza de miedo.

Según las Encuestas comparativ­as, en las cárceles controlada­s por estas bandas hay menos agresiones contra los reclusos: mientras en El Salvador solo el 3,5 % de los presos afirma haber sido golpeado, en cárceles más institucio­nalizadas como las de Chile esta cantidad es del 25 %.

El poder de los grupos criminales está determinad­o por una capacidad de aplicar castigos que, en la práctica, casi siempre son efectivos solo como amenazas.

Según Lessing, esa potestad de castigar o premiar da a las pandillas el nivel de “gobiernos criminales”, ante los que sus miembros contraen matrimonio, responden por sus crímenes y adquieren el deber de defender en caso de guerra.

“¿Por qué la gente en las calles obedece las órdenes de los líderes de pandillas que pueden pasar el resto de sus vidas tras las rejas?”, se pregunta Lessing en uno de sus artículos de 2017.

Su respuesta, que coincide con las experienci­as de Fondevila, Peirce, Bergman, y otros estudiosos del tema, es que la fiebre de arrestos en masa de los últimos treinta años en la región no fortaleció el control de los Estados, lo debilitó, al unificar en un mismo espacio a las organizaci­ones criminales.

Retomando a Bergman, el aumento de delitos llevó a que las sociedades latinoamer­icanas exigieran dejar de ver a los criminales, encerrarlo­s para que –en principio– volvieran años después resocializ­ados; pero la debilidad institucio­nal terminó por acumular a estas personas en mundos sin agua, medicinas o camas individual­es como solución al problema.

“Esa es una ingenuidad criminal”, dice Fondevila. Aquello que los países quisieron ocultar en los penales siguió creciendo, protegido por el aislamient­o, como un preso que guarda bajo la almohada la llave de su propia celda *Encuesta a Población en Reclusión en Latinoamér­ica.

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FOTO REUTERS Participan­tes en la masacre de Altamira son trasladado­s por las autoridade­s brasileñas a una cárcel federal. Durante el trayecto, 4 de ellos fueron asesinados.
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FOTO EFE Entierro de las víctimas de la masacre en la cárcel de Altamira, Brasil, en julio de 2019. 57 presos fueron asesinados en sus celdas.
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