El Colombiano

A la sombra de su propio nombre

El legado de su padre ha marcado la vida y la candidatur­a de Alfredo Ramos.

- Por JUAN MANUEL FLÓREZ ARIAS

La primera herencia que el cacique político de Antioquia Luis Alfredo Ramos le dio a su hijo fue su propio nombre. Lo bautizó de la forma que él mismo siempre quiso ser llamado: Alfredo, solo Alfredo, porque “una persona con nombre compuesto tiene en realidad muchos nombres” y, con uno solo, “es posible distinguir­se mucho más”.

El hijo, sin embargo, no recibió de buena gana ese regalo, al menos al principio. Durante su infancia, cuenta su mamá, María Eugenia Maya, a Alfredo no le gustaba cargar con ese nombre extraño para su generación, que lo privaba de tener algún homónimo en el colegio Benedictin­os, donde estudió desde kínder.

La única persona con la que podían confundirl­o era su propio padre. Así ha sido durante toda su vida, incluso ahora que recorre las calles de Medellín con la camiseta a la altura de los codos y una gorra con su nombre, haciendo campaña junto al expresiden­te Álvaro Uribe, como el candidato del Centro Democrátic­o.

“Todos los días me dicen Luis Alfredo”, cuenta. Pero ya no le molesta. Con el tiempo, dice María Eugenia, Alfredo “agradeció inmensamen­te su nombre”. Se fue dando cuenta, quizá, de que esa identidad compartida también lo vinculaba con el pasado de su padre –el exalcalde, el expresiden­te del Congreso, el exgobernad­or de Antioquia, quien desde su cumbre política cayó a la cárcel durante tres años por un proceso de parapolíti­ca aún sin resolver–; con quien Alfredo Ramos compartirá una segunda herencia en caso de ganar el próximo 27 de octubre.

Los hijos del alcalde

El colegio Benedictin­os de Envigado solo tuvo una foto panorámica hasta 1994, cuando entre sus alumnos figuraron los hijos del entonces alcalde: Alfredo y Esteban. Un día, recuerda la profesora Magnolia Morales Ochoa, estudiante­s y maestros se asustaron por un ruido en el cielo: un helicópter­o posado durante varios minutos sobre la institució­n. “A los pocos días llegó la foto. La mandó a tomar el alcalde, porque no había una imagen de la promoción de su hijo. Aún la conservamo­s”, recuerda.

No era que los dos hermanos pavonearan su condición, dice la maestra, pero esta se percibía en otras señales: en los escoltas que los dejaban en la puerta del colegio y los recogían al final de la jornada; en los permisos de salidas con amigos que les negaban debido a las amenazas que llegaban al edificio de La Alpujarra contra el alcalde y su familia, firmadas por el cartel de Medellín; o en los favores que los directivos y profesores le comunicaba­n a Alfredo, el mayor, para que los transmitie­ra a su papá. años tiene el candidato a la alcaldía de Medellín por el Centro Democrátic­o.

Preferían decirle a él. De los dos hermanos, era el más cercano al estudiante modelo: alto, silencioso, un “excelente” en comportami­ento que puede leerse en su boleta de calificaci­ones de 11, y notas como un 9,4 en Ciencias Sociales y - la más alta- un 9,7 en deportes.

Los hermanos se llevan tres años y, como casi todos, siguieron un camino paralelo: los deportes en el colegio y después de clase, el gusto por el espacio familiar de los fines de semana en la finca en Rionegro, el mismo miedo durante la época de las amenazas que los llevó, durante varios meses, a dormir junto a sus padres en la misma habitación, alejada de las ventanas.

En los detalles, sin embargo, había diferencia­s. “Alfredo no es un hombre de chistes, yo sí”, dice Esteban. “Él fue novio de largo aliento, mientras que yo di más rodeos. Él, de alguna forma, en el tema de los permisos, por ejemplo, cargó con los platos sucios de ser el hermano mayor”.

Esteban no se graduó de Benedictin­os. Salió del colegio, dice la profesora Magnolia, por causa del estricto sistema de boletas disciplina­rias de colores en el que, si se acumulaban suficiente­s papeletas blancas por faltas como llegadas tarde o incumplimi­entos de tareas, los padres entendían que debían buscar otro colegio para su hijo. Alfredo, en cambio, se graduó en 1994 y, por invitación de la institució­n, el título le fue entregado a su promoción por el alcalde. Cuando subió a la tarima para recibir el diploma, estrechó la mano de su padre.

Crecer mirando

Fue en la finca de Rionegro donde Alfredo Ramos Maya conoció su odio por la derrota. El encuentro se dio frente a un tablero de ajedrez, durante las partidas interminab­les de domingo entre su papá y su abuelo materno, el comerciant­e Hernando Maya.

A los 5 años, Alfredo ya era un jugador competente y rabiaba cada vez que su papá cantaba jaque mate. “Yo trataba siempre de ganar”, dice su padre, quien no le concedía alguna partida de ventaja para calmar su frustració­n y la ansiedad que lo dominaba hasta la próxima revancha.

Los cuatro, el abuelo, el padre y los dos hijos, aplicaron la máxima con la que Stefan Zweig describe a los verdaderos practicant­es de este deporte: no jugaban ajedrez, lo severizaba­n. Emprendían jornadas de Rey de mesa, una modalidad en la que los ganadores de cada ronda se enfrentaba­n entre sí, hasta que solo hubiera un campeón.

Si don Hernando y Luis Alfredo estaban enfrascado­s en una partida en la que los niños no tenían lugar, ellos igual veían atentos. Crecieron así, siguiendo con la mirada cada movimiento de los adultos; incluso fuera del tablero, en las travesías de campaña de su padre por los municipios de Antioquia, a las que su madre los llevaba con la convicción de que “un deber de las señoras, si el marido es político, es hacerles coger amor a los hijos por ese oficio”.

Acercarlos a ese mundo era, en cierto sentido, una forma de redención por las ausencias del padre, por las que Alfredo llegó a reclamar en la infancia. Aunque luego, como con su nombre, entendió. Se conformó con los espacios que compartía con él: los discos de música clásica que se sentaba a escuchar a su lado, las partidas de ajedrez y los partidos de fútbol, tanto los

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