Una frontera de cuchillas
La primera temporada de Peaky Blinders empieza con un ritual de brujería china para bañar a un corcel negro de fortuna. El jinete es Tommy Shelby (Cillian Murphy), un veterano de la primera guerra mundial que está destinado a ocupar el trono del bajo mundo llevando las riendas de una pandilla que adhiere cuchillas en sus boinas para dibujar sonrisas o rebanar los párpados de sus rivales, los Peaky Blinders. El nombre mismo de esta cofradía de rufianes destaca su peligrosidad: amos de la calle ante quienes se debe bajar la mirada; si por algún azar malhadado caes en el foco de su furia, que te dejen ciego es quizás lo mejor que te puede pasar. A lo largo de cuatro temporadas habíamos visto a la familia Shelby envuelta en robos, conspiraciones, vendettas, espionajes auspiciados por la corona británica, turbias negociaciones con aristócratas antirrevolucionarios y traiciones entre clanes, cual de todos más peligroso (italianos, judíos, gitanos, células terroristas, corredores de apuestas, policías corruptos, sindicatos en vísperas de una revolución). A lomo de una trama oscura, cuyos protagonistas son asediados por insoportables demonios, hemos podido ver el ascenso de una familia surgida de la escoria: una clase trabajadora orgullosa de su casta indigna que trepa hasta las altas esferas del poder dejando en cada peldaño ganado un reguero de cadáveres. Tommy Shelby, su hermano Arthur y la pléyade de luceros de la noche que los acompañan logran que se despierte un sentimiento inconfesable: la simpatía por el diablo, una fascinación desbocada por el mal. Pero no es un mal injustificado. La quinta temporada, estreno reciente en Netflix, nos enfrenta ante un mal mucho mayor que justifica cualquier alianza espiritual que como espectadores hayamos hecho con estos malandros de oscuro encanto: la sombra de un fascismo avivado por la crisis económica que empezó en 1929. Si en las temporadas pasadas habíamos conocido a villanos tan nauseabundos como el agente Campbell o el capo italiano Luca Changretta, interpretado magistralmente por Adrien Brody, los antagonistas de esta quinta temporada son esa clase de hombres malvados que dejan una estela de hielo y podredumbre por donde quiera que pasen. Por un lado está Oswald Mosley, un lord de la aristocracia londinense que quiere ser Primer Ministro amparado en un partido fascista que predica la muerte de los miembros de cualquier raza impura. Por otro lado está Jimmy McCavern, el líder de una pandilla escocesa llamada Billy Boys que opera como el ejército clandestino de Mosley. Tommy Shelby estará justo en el medio de estos ángeles de negro prontuario intentado frenar la inmensa catástrofe que presiente. La atmósfera está cargada de la inminencia de la guerra y solo los que han sobrevivido a sus horrores pueden olfatear su cercanía. Por este motivo es que reafirmamos la alianza sellada como espectadores con los Peaky Blinders: queremos que los intereses de esta jauría feroz prevalezcan porque la ley parece siempre del lado de los más privilegiados, los representantes de la justicia navegan en cloacas de corrupción y quienes buscan el poder enarbolan estandartes de falsas promesas. Además de una producción rica en detalles, en la cual la recreación de la época es minuciosa, las actuaciones del elenco llegan al alma y los episodios están cargados de una tensión desbordante, Peaky Blinders se está posicionando como una de las mejores series del momento por el trasfondo de sublevación sobre el que se sostiene la trama. Es una fantasía criminal del pasado que parece hablarnos de un posible e indeseable futuro de radicalismos que amenazan a los desclasados, los marginados y los desterrados del mundo. Y no es que la violencia sea la herramienta más eficaz de la revolución y la resistencia, al contrario. Las cuchillas de los Peaky Blinders parecen la última frontera que se opone al ascenso de los radicalismos, pero lo que un personaje como Tommy Shelby demuestra es que la sagacidad y la inteligencia son la artillería más efectiva para socavar el mal desde sus cimientos.