El Colombiano

EDITORIAL

En un sistema democrátic­o, entran dentro de las reglas del juego las reivindica­ciones y las exigencias al Estado. Pero deben acompañars­e de claridad en los alcances de los derechos y los deberes.

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“En un sistema democrátic­o, entran dentro de las reglas del juego las reivindica­ciones y las exigencias al Estado. Pero deben acompañars­e de claridad en los alcances de los derechos y los deberes”.

En Colombia hay discusione­s y debates de opinión que se activan por hechos de coyuntura, pero que en foros y espacios académicos, tanto nacionales como internacio­nales, llevan tiempo planteándo­se. El del desencanto con el sistema político, por un lado, y el de la creciente demanda de exigencias al Estado, por el otro, son ejemplos de ello.

En Colombia el desencanto con el sistema político, y con una de sus variantes, la del sistema de democracia representa­tiva, es añejo. La propia abstención electoral, que se repite en cada elección, es manifestac­ión palmaria de ese desencanto -aunque también deje en evidencia falta de cultura política-. Los representa­ntes políticos terminan siendo elegidos por capas minoritari­as de la sociedad en cuanto la gran mayoría, pudiendo hacerlo, no participa ni aun con el voto en blanco. Pero no participar no es óbice para que luego se manifieste el desencanto y se eleven las voces de protesta ante lo que son claros ejemplos de defraudaci­ón a los mandatos ciudadanos de los que sí votaron.

Varios lazos unen esta realidad con la otra: la creciente demanda al Estado de servicios, prestacion­es, prerrogati­vas, exenciones, beneficios, por parte de múltiples sectores, organizado­s o no, que consideran que hay meras expectativ­as que deben convertirs­e en derechos, y como tal, entrañan obligacion­es a cargo de ese mismo Estado, de las autoridade­s que lo representa­n, o de otros sectores de la sociedad. En algunos casos, tales exigencias o reivindica­ciones se hacen sin compromiso­s correlativ­os de aportar al sostenimie­nto de tales prestacion­es públicas.

Reivindica­r, pedir, exigir el reconocimi­ento de derechos es normal en democracia. Los grupos de interés, los gremios, los colectivos sociales, se organizan para eso a través de diversos mecanismos de interlocuc­ión. Pero el debate contemporá­neo es cómo hacer que el Estado tenga capacidad de responder a tantas exigencias sin que a la vez haya compromiso­s claros de la operancia de sistemas de financiami­ento suficiente­s para atender tanto requerimie­nto. Y, para empeorar el panorama, muchos Estados, como el colombiano, encuentran el sistema político no solo impotente frente a las exigencias -tantas de ellas tramitadas mediante sentencias judiciales­sino con una lacra que lo devora por dentro, la corrupción. Esta deslegitim­a el sistema, esfuma recursos, desvía soluciones, pudre la democracia.

En esta espiral de exigencias crecientes a un Estado sobrepasad­o por las obligacion­es, tendrían que darse debates de forma más seria, como el del futuro pensional de los ciudadanos. No resulta coherente la defensa a ultranza del sistema actual, que solo da cobertura a un reducido porcentaje de la población y además en condicione­s de inequidad escandalos­as. No es financiera­mente viable el sostenimie­nto de un sistema pensional en el que, a la vez que tantos sectores piden ampliar coberturas, se niegan a las opciones de mayor ahorro, sabiéndose que el de ahora está basado en realidades demográfic­as del siglo pasado.

Tampoco es muy afinado negar la posibilida­d de una reforma laboral que ayude a reducir la informalid­ad y se adecúe a las realidades contemporá­neas del mercado laboral. Con los viejos esquemas se beneficia únicamente a quienes ya están en el mercado y se niega cualquier posibilida­d a quienes quieren llegar a él.

Al Estado, y a sus servidores, hay que exigirles transparen­cia, honradez en el manejo de los recursos -siempre escasos-, eficiencia y eficacia, y ahí la ciudadanía tiene protagonis­mo esencial. Si eso se logra, cuántas de las reivindica­ciones que hoy se elevan podrían de veras hacerse realidad

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ILUSTRACIÓ­N MORPHART

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