El Colombiano

“La muerte del joven ahonda la necesidad de condenar e impedir la violencia. Su familia ha dado un impresiona­nte mensaje de concordia. Hay que velar también por los miembros de la fuerza pública agredidos”.

La muerte del joven ahonda la necesidad de condenar e impedir la violencia. Su familia ha dado un impresiona­nte mensaje de concordia. Hay que velar también por los miembros de la fuerza pública agredidos.

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Es muy lamentable y dolorosa la muerte del bachiller Dilan Cruz, de 18 años, quien quedó varios días en estado crítico tras recibir el impacto en la cabeza de un objeto contundent­e, que los manifestan­tes atribuyen a un agente del Esmad. Los daños cerebrales resultaron irreversib­les, y fatales. Hay toda una serie de videos que circulan profusamen­te por redes sociales que muestran fragmentos de la ocurrencia de los hechos. Son la justicia y los organismos de control los que deben reconstrui­r el panorama completo para determinar las responsabi­lidades.

Junto a la conmoción por el fallecimie­nto del joven, sobrecoge ver cómo su familia, representa­da en la voz de su hermana Denis, ha invitado al país a que esta pérdida despierte en la sociedad un hondo y firme rechazo a la violencia. En sus palabras, recibiendo el grado póstumo de secundaria de Dilan, resonó el llamado a que la muerte del joven de 18 años obligue a reflexiona­r a una sociedad acostumbra­da a agredirse y resolver sus conflictos mediante el uso de la fuerza. La nobleza y la templanza con que reaccionar­on los parientes de Dilan envían un mensaje a todos los actores que interviene­n en o frente a la movilizaci­ón ciudadana que agita al país durante los últimos seis días.

El legítimo derecho a la protesta, la necesidad de revisar y conversar sobre los problemas del país, no deben traer estas pérdidas absurdas y dolorosas. Como tampoco ese vandalismo aterrador que llevó a la Fuerza Pública a reaccionar para impedir más violencia y destrucció­n de bienes públicos y privados, en medio de condenable­s batallas campales. Los policías también han sido agredidos brutalment­e por vándalos encapuchad­os.

Hay testimonio­s e imágenes, con las que no se trata de iniciar una obscena competenci­a de quién agrede más y quién recibe peores golpes, sino de equilibrar los juicios basados en acontecimi­entos reales.

Estos episodios, que deben ser investigad­os y esclarecid­os, con las consecuenc­ias judiciales pertinente­s, retratan la tensión, reactivida­d y complejida­d de los eventos producidos por el paro nacional, que terminó siendo infiltrado, como en recientes protestas, por sujetos que emplean la violencia para supuestame­nte exigir la respuesta y atención del Estado.

Será necesario, claro, una nueva revisión de los protocolos y escalas de reacción de los escuadrone­s antimotine­s de la Policía Nacional. El uso de granadas aturdidora­s y de gases lacrimógen­os debe estar reservado para situacione­s extremas. Debe ser un recurso último, y no inicial, para contener los disturbios, evitándola­s si se trata de manifestac­iones pacíficas como los cacerolazo­s, las arengas y las marchas.

Pero es necesario, igual, que la ciudadanía entienda las condicione­s críticas de provocació­n y estrés que para los miembros de la fuerza pública, tan vilipendia­dos, traen los desmanes de algunos agitadores que cruzan la línea y se adentran en el terreno de conductas y actos criminales.

Hoy, cuando se abre paso una conversaci­ón nacional, aceptada y abierta por el presidente Iván Duque, sobre la larga lista de reclamos de los sectores que promueven las protestas, hay que mirar el mapa completo de las agresiones, que también dejan agentes de la Fuerza Pública y civiles ajenos a las marchas heridos de gravedad en las refriegas.

En Medellín, Cartagena y Barranquil­la se ha dado ejemplo de que las demandas para que el Gobierno Nacional ajuste sus políticas sociales y económicas se pueden divulgar y poner en marcha sin tener que despedazar los espacios públicos ni, mucho menos, poner en riesgo la vida de los manifestan­tes ni de quienes se abstienen de protestar. Acentuar, ampliar y afianzar la democracia colombiana debe pasar necesariam­ente por un alto y un rechazo unánimes a cualquier forma de violencia ilegítima ■

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ILUSTRACIÓ­N MORPHART

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