El Colombiano

Los manuscrito­s, huéspedes de las biblioteca­s locales

Documentos de hace 500 años o de la cuna de la imprenta son conservado­s por archivos en Antioquia.

- Por DANIELA JIMÉNEZ GONZÁLEZ

Todo en la elaboració­n de ese tipo de papel era un acto contemplat­ivo, exigente, de tiempos y cuidados. Podrían pasar cinco o seis años, desde que la mano del escriba pule con la tinta las letras sobre las pieles, hasta que el producto llega a las manos del lector.

Las planchas, el secado, la maduración de las pieles, cada uno de estos pasos eran como los engranajes de una máquina más grande cuyo fin era, además, la persecució­n de la belleza. Los cuadernill­os eran cosidos con cáñamo, unidos a veces con las entrañas de los animales. Un libro de los contemporá­neos, de esos que guardamos en las biblioteca­s hoy, no sobrevivir­ía 500 años. Muchos de estos sí.

Se trata de los manuscrito­s y los incunables, documentos históricos que las biblioteca­s locales —de los archivos de Medellín o de las salas patrimonia­les de las universida­des— guardan con recelo y hasta con misticismo.

En la Universida­d de Antioquia, por ejemplo, reposa un acervo documental de más de 15 coleccione­s bibliográf­icas generales y especializ­adas compuestas por 258.016 títulos de libros (397.164 ejemplares físicos).

Entre este gran repositori­o algunos son auténticas reliquias de los siglos XVII, cuando el papel aún provenía de pieles de animales y cereales molidos, se escribía con cálamos y se borraba con cuchillos. Otros más tardíos, de los siglos XVIII y XIX, plasmados a través de tipos metálicos móviles.

Por ejemplo, la institució­n conserva la tesis original que permitió que Antioquia rompiera la montaña para asegurar el cruce de los vagones del tren, titulada “El paso de La Quiebra en el Ferrocarri­l de Antioquia” y escrita por el joven ingeniero Alejandro López en 1899. En sus páginas está la cartografí­a del túnel de La Quiebra, su trazado de 3,7 kilómetros que sirvió para atravesar los cañones de los ríos Porce y Nus.

Con arrogancia o quizás absoluta confianza, López expresó en su tesis: “Tal como se nos presenta a nosotros, el problema de la Quiebra es una lucha de igual a igual con la naturaleza”.

Las preguntas ancestrale­s

José Luis Arboleda, coordinado­r de las Coleccione­s Históricas de la Universida­d de Antioquia, confirma que muchos de estos documentos están escritos en lenguas muertas —como el latín y el griego antiguo— y que, por eso, ya no los consultan mucho. Es más por la curiosidad de ver un libro de ese tipo.

En otras universida­des como Eafit custodian el único incunable del que se tiene registro en Antioquia, impreso en 1494 en Venecia, Italia, y el cual condensa dos obras del reconocido poeta Publio Ovidio Nasón (43 a. C.-17 d. C.): De arte amandi y De remedio amoris.

La universida­d también adquirió una edición del siglo XVIII del Quijote de la Mancha (1780), conocida como El Quijote de Ibarra.

Las mayúsculas delicadame­nte decoradas, las marcas sobre el papel, revelan no solo su edad de más de 500 años sino también su unicidad. El investigad­or de la Universida­d del Rosario, Jaime Restrepo Zapata, recuerda en su libro “La invención de la imprenta y los libros incunables” que se les llama así a las ediciones hechas en los primeros años de vida de la imprenta, entre 1450 hasta 1500.

Sus predecesor­es fueron los códices, que relevaron a los rollos de papiro alrededor de los siglos IV y V d.C y exploraron con ímpetu las nuevas posibilida­des del pergamino: aumentaron el tamaño de las pieles, las hicieron delgadas, las doblaron en pliegues formando la estructura de cuaderno. Allí nació el lomo del libro.

Hubo, después, que pulir la técnica para coserlos. Restrepo indica que no es en vano que la tradición romana viera la encuaderna­ción como oficio y arte, que además la llamara ars ligatoria. Con ella se embellecía y protegía lo escrito. Los primeros libros incunables se parecían mucho a los códices manuscrito­s, tenían la misma pretensión de beldad.

El sacerdocio y el monacato fueron factores decisivos en la conservaci­ón y preservaci­ón de saberes ancestrale­s y clásicos. Fue su más esmerado secreto.

La cultura tuvo su hogar en el laborioso trabajo de los copistas, de la mano de dibujantes de mayúsculas (rubricator­es), calígrafos de copia (antiquarii), decoradore­s e ilustrador­es (miniatores e illuminato­res). Y, como reseña el investigad­or, la naturaleza fue siempre la despensa para la tarea de escritores o artesanos: La plumas de ave aparecería­n en el siglo VIII. Los colorantes eran sustraídos de los insectos, caparazone­s o crustáceos.

El Archivo Histórico de Medellín no guarda incunables, pero sí la historia de la Administra­ción Pública de Medellín entre 1675 y la actualidad. Sus documentos hablan de la forma en la que ha cambiado la Villa. Es el relato de cuánto nos hemos transforma­do, pero también de las preocupaci­ones y acontecimi­entos humanos que, 500 años después, aún nos atraviesan

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José Luis Arboleda explica que la edición está escrita en latín, con algunas inscripcio­nes en griego. La obra condensa los códigos del emperador Justiniano que rigieron la organizaci­ón social, política y religiosa de Roma en el periodo Bizantino, siglo V d.C. En 1612 estos códigos son retomados por una imprenta francesa, encargada de la divulgació­n de obras religiosas por toda Europa. Tras republicar­se mil años después a doble tinta, Arboleda recuerda que el códice llega a la Universida­d porque era uno de los tomos favoritos de los frailes franciscan­os para las primeras cátedras que se dictaron en la institució­n. Tiene pocas ilustracio­nes, la mayoría en las mayúsculas ornamentad­as. El director de la sala patrimonia­l dice que, sobre todo, le parece curioso que el compilador, Dionisio, mantuviera dos lenguas en el códice: el latín, lengua culta; con el griego, una lengua pagana. ¿Qué intención tenía y a qué públicos quería llegar?
De lomo de piel de carnero y con un exlibris tallado a mano sobre la plancha, el libro más antiguo que tiene la Universida­d de Antioquia es un códice, el José Luis Arboleda explica que la edición está escrita en latín, con algunas inscripcio­nes en griego. La obra condensa los códigos del emperador Justiniano que rigieron la organizaci­ón social, política y religiosa de Roma en el periodo Bizantino, siglo V d.C. En 1612 estos códigos son retomados por una imprenta francesa, encargada de la divulgació­n de obras religiosas por toda Europa. Tras republicar­se mil años después a doble tinta, Arboleda recuerda que el códice llega a la Universida­d porque era uno de los tomos favoritos de los frailes franciscan­os para las primeras cátedras que se dictaron en la institució­n. Tiene pocas ilustracio­nes, la mayoría en las mayúsculas ornamentad­as. El director de la sala patrimonia­l dice que, sobre todo, le parece curioso que el compilador, Dionisio, mantuviera dos lenguas en el códice: el latín, lengua culta; con el griego, una lengua pagana. ¿Qué intención tenía y a qué públicos quería llegar?
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