El Colombiano

Diomedes, un poema que no se resigna al olvido

- DIEGO LONDO- ÑO @Elfanfatal

La voz de Diomedes se pasa deambuland­o por el corazón de los colombiano­s, aterriza en azoteas con ropa colgada, llega a los callejones oscuros donde el peligro le teme al peligro, se posa en medio de las parejas que bailan trasnochad­as de licor, con cuidado limpia las lágrimas de los desconsola­dos que perdieron un amor, y no para de sonar nunca, siempre está presente, por más que la muerte haya mostrado su poder fatídico. Dentro de su desparpajo, su hablar para todos, su ojo apagado, su diente de diamante y sus historias míticas y cuestionab­les, en Diomedes Dionisio Díaz Maestre está el espíritu de una voz que le dio a Colombia identidad vallenata a nivel comercial y mundial. Su historia es sencilla, como la de cualquier colombiano, pero con la pasión desbordada en cada poro por el sonido del acordeón, la caja, la guacharaca y el amor por las mujeres que lo enloquecía desde que solo era un niño. Diomedes nació con la tierra campesina como compañía, en una finca llamada Carrizal, un domingo a las siete de la mañana, en el valle del río Cesar, entre la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía del Perijá, en San Juan del Cesar, el sur de la Guajira, un municipio con hermosos paisajes, agua por todo lado y el sonido del acordeón, ondeando a la par de las palmeras al viento. Desde niño tuvo de cerca las historias musicales de su pueblo y de los juglares que por allí pasaban, dejando una estela de inspiració­n y romance. El niño se la creyó, por eso en cada parranda vallenata que empezaba a tomar fuerza en la calle, Diomedito se colaba, queriendo imitar ser cantante, y terminaba armando una atracción infantil, donde debía haber virtuosism­o, retos de acordeón, improvisac­ión y fiesta hasta el amanecer. Le empezaron a decir Chivato, por sus osadas intervenci­ones en las inolvidabl­es parrandas de adultos. Empezó a escribir sus propias canciones, como un juego de niños, historias de amores imposibles, de familia entrañable y de fracasos juveniles. Fue su tío, Martín Maestre, quien pulió con cariño esa perla preciosa que empezaba a salir de la tierra. Ahí empezó a crecer la semilla, que luego se convertirí­a en un gran árbol frondoso que indiscutib­lemente cambió la historia de la música vallenata. Grabó sus primeras canciones, no sonaban en ningún lado, por eso, buscó contra viento y marea ingresar a trabajar a Radio Guatapurí como mensajero, y ya laborando allí, con la confianza que le tomaron, pudo mostrar sus canciones y que sonaran por la cadena HJNS de Valledupar.

Y fue allí que empezó a sonar en radio, y a construir amistades entrañable­s con Rafaél Orozco y Emilio Oviedo. Poco a poco, el sueño de ser un artista dejó de ser una juguetona utopía y pasó a ser una realidad en forma de canción, que más que una realidad de simple cantante, se convirtió en la voz de una generación de vallenater­os. Su voz es un poema de pueblo, mar y río, de eternas parrandas y amor desbordado, un poema cantado con despecho, con dolor, como un lamento colombiano que no cesa, que sigue presente hasta que la fiesta acabe. Es imposible leer y no cantar una frase como “la herida que siempre llevo en el alma, no cicatriza”. Y más allá de contar cuántos hijos dejó en este mundo, el Cacique de la Junta grabó 33 discos con nueve acordeoner­os y vendió 20 millones de copias en sus 36 años de vida artística. Diomedes es grande entre los grandes, por más que cuestionen su vida. Diomedes es un poema con acordeones, que vive en dedicatori­as y corazones y no se resigna al olvido.

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