El Colombiano

TRINCHERAS DE AMOR

- Por ELBACÉ RESTREPO elbacecili­arestrepo@yahoo.com

Es una tarde rara, como en cámara lenta, por cuenta de un microvirus con corona que nos restregó en la cara lo frágiles que somos. Y aquí estamos, en esta pausa obligada que, si no fuera por su origen, altamente contagioso y muchas veces mortal, y por el revolcón de todo orden que produce, podríamos calificar de placentera. Apenas se oye el bzzz, bzzz del celular que anuncia un mensaje de Whatsapp, segurament­e con un nuevo chiste sobre la pandemia, y un perro que ladra en la distancia. Recostada en un sofá, los pies en alto y el libro regordete apoyado en un cojín a manera de atril, un recuerdo de adolescenc­ia me abstrajo de la lectura y me perdí en él.

Eran tiempos sencillos, sin centros comerciale­s, sin Netflix y sin ese verdugo llamado celular que nos obliga a revisarlo cada cinco segundos, so pena de sentirnos aislados e inexistent­es, con lo bueno que es, a veces, desconecta­rse del mundo. Nuestro tiempo libre pasaba en la calle con un balón, que independie­ntemente de sus medidas, su peso o el material de fabricació­n, nos servía para jugar fútbol, voleibol o pelota envenenada. Algunos aún tenemos cicatrices imborrable­s, como victorias de una guerra feliz, que nos dejó el pavimento áspero cuando nos tiramos en voladora para atajar el home run que bateó el rival con el palo de una escoba vieja.

Pero también hubo épocas de miedo y de encierro, como cuando en nuestras calles tranquilas apareció “el de la moto” y aprendimos el significad­o de unas palabras que hasta entonces desconocía­mos: Sicariato, homicidios, secuestros, “dineros calientes” y terror. Lo peor fue cuando los dueños del negocio, no contentos, empezaron a explotar bombas en cualquier lugar y a cualquier hora del día o de la noche, dejando un reguero de muertos, dolor y sangre. Y nos encerraron, porque al miedo nunca, nadie, le ha puesto calzones.

Además de los libros, la radio y la precaria televisión de entonces, nos salvó la palabra. Por lo menos el comedor de mi casa fue, muchas veces, una trinchera de amor donde nos refugiamos cuando mi papá, que tenía el don de la buena conversaci­ón, decía muy serio:

—“Bueno, esta que les voy a contar sí es verdad pues”—, y a su alrededor sonaba un estruendo de siete carcajadas, incluida la suya. Solamente mi mamá permanecía seria, porque no consentía la mentira ni en broma. Aunque las historias del taita eran verídicas, solo que un tanto exageradas. Como ya las conocíamos las pedíamos por los títulos, como canciones, solo para constatar que había cambios, a veces muy sustancial­es y siempre muy graciosos, entre la versión anterior y la nueva. “El paseo a Monteblanc­o”. “Siento dejarlo, pero vamos para Andes”, “Toño Riaza y ‘Castrana’”, entre cientos del repertorio.

Era su forma de decir “tranquilos, esto también pasará”. Y sin sospecharl­o, a punta de cuentos nos protegió de los “virus” de afuera. Hoy, igual que ayer, tenemos la oportunida­d de encontrarn­os con la palabra en familia, en ese pedacito de cielo que es nuestra casa ■

Además de los libros, la radio y la precaria televisión de entonces, nos salvó la palabra. Por lo menos el comedor de mi casa fue, muchas veces, una trinchera de amor donde nos refugiamos...

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