El Colombiano

Las noches de Medellín en tiempos de la cuarentena

Recorrimos los lugares icónicos del Centro, avenidas principale­s y parques durante las primeras horas de la medida de aislamient­o por el covid-19.

- Por JUAN DIEGO ORTIZ JIMÉNEZ

Los únicos que se mueven durante casi un minuto en la calle San Juan son los muñequitos de los semáforos peatonales del cruce con la carrera Carabobo. La escena la irrumpe una patrulla de la Policía que mediante un megáfono, con voz robotizada de cualquier otro momento, insta a los ciudadanos a resguardar­se en casa y a lavarse las manos. Da escalofrío, parece el estreno de una película.

El reloj marca las nueve y treinta, es la primera noche de cuarentena en Antioquia para evitar la propagació­n del coronaviru­s y el Centro de Medellín, zona que cada día transitan 1,3 millones de personas, es ahora un desierto de cemento. Un contrasent­ido.

Imponente en medio de todo luce la estación central del viejo ferrocarri­l, esa que tantas crisis y días de tedio ha visto pasar, aún en su esplendor entre 1907 y 1962, en una ciudad que parecía habituada a vivir entre emergencia­s. Pero no, siempre hay algo nuevo que nos supera.

Al frente, en el pasaje peatonal de Carabobo, el más concurrido de El Hueco desde que salieron los carros hace 15 años, dos escobitas apenas comienzan sus turnos y ahora caminan sin ningún obstáculo en una línea recta sin fin. Nada los detiene.

Dice Italo Calvino que las ciudades son un conjunto de memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque de palabras, de deseos, de recuerdos. Pero una ciudad vacía, sin gente en sus calles, es todo menos una ciudad. “No falta sino que nos espanten”, resume José Luis Martínez, uno de los dos escobitas que limpiarán las calles hasta las cinco de la mañana.

Gotas de lluvia

Los que deambulan en la avenida Oriental son los mendigos que, a pesar del aguacero que le da la bienvenida al confinamie­nto colectivo, se resguardan con cartones y plásticos en el separador central de la vía, formando cuevas con los arbustos recién sembrados. A lo lejos suena la campana del tranvía que baja hacia San Antonio en sus últimos viajes del día.

Más allá de la penumbra, ahora parados en el puente peatonal que conecta Plaza Mayor con Barrio Triste, se puede apreciar el rigor de la cuarentena. Pasaron 105 segundos para que un carro cruzara por el soterrado de San Juan con la avenida Ferrocarri­l rumbo al Centro.

Mudos y sombríos lucen desde allí el Palacio de Justicia, la Alpujarra, la Plaza de la Libertad y el Edificio Inteligent­e de EPM. La iglesia del Sagrado Corazón ilumina la noche en la que solo se escucha el paso raudo de los carros cuando cruzan los charcos.

Uno de los 3.632 buses que prestan el servicio en la ciudad cruza la glorieta de Ferrocarri­l, frena en el semáforo pero nadie baja, nadie sube.

Parque del despoblado

El recorrido sigue por la avenida El Poblado. Sin locales abiertos y sin carros circulando, la oscuridad de la noche se hace más densa. Llegamos finalmente al Parque de El Poblado, quizá el sitio más concurrido cualquier viernes después de que se pone el sol.

De nuevo los únicos en medio de la gran manzana son dos escobitas que arrancan labores. “No hay gente ni basura para recoger”, cuenta Óscar Hernando Benítez. Parece una verdad de a puño pero había que decirla. “A esta hora hay rumba y tumultos. Ahora sin nadie acá, toca limpiar las canecas”, añade.

La calle 10, que desde el occidente se ve como una arteria repleta de luces rojas, hoy parece una vía veredal sin rastros de ruedas rechinante­s. En medio de la soledad, un celular proyecta la alocución en la que el presidente Iván Duque anuncia el confinamie­nto nacional desde el miércoles a las cero horas. “Se puso seria la cosa”, alcanza a decir Óscar con el tapabocas puesto.

Las escenas de una ciudad fantasma se repetirán por lo menos durante las próximas tres semanas. Solo serán imágenes de la memoria que, una vez fijadas por las palabras, se borran, como diría Calvino. Y esa es la esperanza, que la gente regrese a las calles, regrese el color y el bullicio y vuelvan a pasar desapercib­idos los muñequitos de los semáforos peatonales

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