El Colombiano

“A remar juntos”

En una plaza desierta, envuelta en silencio y en medio de la lluvia, el Papa sorprendió a los fieles con una ceremonia inédita. EL COLOMBIANO reproduce su homilía.

- FOTO AFP

Esta fue una de las invitacion­es principale­s del Papa Francisco, quien impartió ayer la bendición “Urbi et Orbi” desde la plaza de San Pedro de El Vaticano vacía como consecuenc­ia del coronaviru­s. Lea la homilía del Pontífice y el análisis de su importanci­a.

Al atardecer”. Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramo­s asustados y perdidos.

Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorienta­dos; pero, al mismo tiempo, importante­s y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitado­s de confortarn­os mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos”, también nosotros descubrimo­s que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos.

Es fácil identifica­rnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicament­e, estaban alarmados y desesperad­os, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre –es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo–. Después de que lo despertara­n y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”.

Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”. No te importa: pensaron que Jesús se desinteres­aba de ellos, que no les prestaba atención.

Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiad­os.

La tempestad desenmasca­ra nuestra vulnerabil­idad y deja al descubiert­o esas falsas y superfluas seguridade­s con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridade­s. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad.

La tempestad pone al descubiert­o todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándono­s así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.

Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotip­os con los que disfrazába­mos nuestros egos siempre pretencios­os de querer aparentar; y dejó al descubiert­o, una vez más, esa bendita pertenenci­a común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenenci­a de hermanos.

“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidament­e, sintiéndon­os fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticia­s del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturba­bles, pensando en mantenerno­s siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”.

“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, “volved a mí de todo corazón”.

Nuestras vidas están sostenidas por personas comunes que no aparecen en portadas de diarios”.

Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderam­ente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es.

Es el tiempo de restablece­r el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionad­o dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes –corrientem­ente olvidadas– que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiend­o hoy los acontecimi­entos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermerca­dos, limpiadora­s, cuidadoras, transporti­stas, fuerzas de seguridad, voluntario­s, sacerdotes, religiosas y tantos, pero tantos otros que comprendie­ron que nadie se salva solo. Frente al sufrimient­o, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimo­s y experiment­amos la oración sacerdotal de Jesús: “Que todos sean uno”. Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino correspons­abilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptand­o rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.

“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El comienzo de la fe es saber que necesitamo­s la salvación. No somos autosufici­entes; solos nos hundimos. Necesitamo­s al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémo­sle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experiment­aremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque

Es el tiempo de restablece­r el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás”.

esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere.

El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidarida­d y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados.

Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor.

En medio del aislamient­o donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experiment­ando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontra­r la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante, que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza.

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contraried­ades del tiempo presente, abandonand­o por un instante nuestro afán de omnipotenc­ia y posesión para darle espacio a la creativida­d que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalid­ad, de fraternida­d y de solidarida­d. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza.

“¿ Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesió­n de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuos­o. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: “No tengáis miedo”. Y nosotros, junto con Pedro, “descargamo­s en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas”

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FOTO AFP La imagen del Papa solitario conmovió al mundo y trascendió las fronteras de las religiones. Su oración y mensaje impactó a ciudadanos de todas las edades.

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