ANSIEDAD
La ansiedad por la empinada curva letal del coronavirus, no solo crea estrés por la limitación tecnológica de hospitales para satisfacer la demanda de enfermos, así como por la fragilidad física y anímica de los ciudadanos perforados por el virus, sino que contamina el inmediato futuro de la economía internacional y la colombiana.
Ya el FMI cantó la recesión mundial. Y será más acentuada en las naciones emergentes como Colombia. No era difícil predecirla. Las agencias calificadoras de riesgos abren los ojos para medir la relación deuda/PIB, la inflación, el gasto fiscal. Sobre este trípode montan sus fallos para absolver o condenar. Intuimos que toda América Latina quedará rajada por aquella Santa Inquisición.
Colombia tendrá que endeudarse más para poder atender la demanda de recursos originada en la emergencia de salud pública. Hoy la deuda representa más del 50 % del PIB. Y podría llegar, según exministros de Hacienda, a redondear el 70 %, puesto que el valor de los imprevistos sanitarios ha sido calculado en 14 billones de pesos, cifra que desvencija nuestra convaleciente economía.
La inflación –sin querer ser alarmistas– romperá los pronósticos del Emisor. Le da manivela la devaluación. Las importaciones al incrementarse por el alto valor del dólar se van a encarecer, trasladándose esos mayores costos a la cadena de comercialización y consumos. Eso es inevitable. El peso tendrá menor poder de compra y las presiones por las alzas de salarios será evidente.
El gasto público tiene que aumentar, así sea con emisiones del Banco de la República, dada la precariedad de ingresos causada por la caída de los precios petroleros y las pausas en la recaudación de impuestos motivada por la emergencia nacional. Las emisiones desempeñarán el protagonismo de respiradores artificiales monetarios para que la economía nacional no muera de asfixia, así se estropee la regla fiscal. Pero el gasto público, el gasto social en las actuales circunstancias, no puede detenerse. Frenarlo sería condenar a las empresas generadoras de bienestar y empleo y a las clases más vulnerables, al hambre, la desocupación y hasta a ejercer vindictas.
Es cierto que preservar la vida es lo primero. Está por encima de toda consideración. Pero no podemos ignorar las consecuencias económicas y sociales a las que estamos abocados. El país debe prepararse para enfrentar esas secuelas que dejará en el mundo y en Colombia el paso de la pandemia. Posiblemente antes nos había cogido la noche en peores circunstancias a esta civilización. Eso obliga a ser audaces, imaginativos y hasta temerarios para ingeniarse salidas, por más heterodoxas que sean y puedan hacer palidecer a los ortodoxos de la hacienda pública.
Cuando se calme la tempestad del coronavirus –la misma de que habló el Papa Francisco en su bella homilía– el Gobierno, para que el símil de la barca pontificia no zozobre, debe convocar a los más calificados economistas del país, como hizo con la Comisión de Sabios, para estudiar las mejores soluciones como retorno a la normalidad. Y evitar que de una desaceleración o hasta recesión, se caiga en los brazos de una depresión. Sería la debacle sumarle a una depresión anímica, una económica
La situación obliga a ser audaces, imaginativos y hasta temerarios para ingeniarse salidas, por más heterodoxas que sean.