El Colombiano

Migrantes cruzan frontera y los tratan como parias

15 mil extranjero­s aguardan a que su país los deje pasar. Al otro lado solo hay incertidum­bre y hambre.

- Por JULIANA GIL GUTIÉRREZ

Venezolano­s, migrantes y en medio de una pandemia, esperan soluciones para regresar a su país. Las fronteras cerradas y los abusos cuando cruzan a su territorio ponen a sufrir, mucho más, a quienes quieren volver al lugar del cual salieron. Panorama.

Van 46 días de travesía desde que partió de Cali para retornar a su Venezuela, impulsado por la falta de trabajo en el lavadero de autos en el que se ganaba la vida cuando el mundo no estaba en tiempos de pandemia, pero no ha podido regresar a casa. De esas, 23 noches las pasó entre calles y cuartos que encontraba en su ruta a pie hasta La Parada, el punto cero de la migración venezolana en Villa del Rosario.

Allí fueron doce días más, doce crepúsculo­s a la intemperie, en fila, esperando su turno para cruzar el Puente Internacio­nal Simón Bolívar y estar un poquito más cerca de las suyas: la novia y la hija recién nacida que dejó en 2018 cuando migró buscando un sustento. Así, entre estaciones de Cali a Cúcuta, de Cúcuta al puente y desde este a Ureña terminó en un albergue improvisad­o del gobierno venezolano, desde el que espera termine su cuarentena para emprender otro camino al interior del país.

No puede decir su nombre porque está bajo vigilancia del régimen. Si en ese liceo de tres pisos en el que está en Ureña descubren que habló con un medio colombiano, su vida estaría en riesgo. Quizás en un peligro semejante al de un compañero suyo del albergue que se reveló porque no les daban comida y luego no volvió a aparecer. No importa decir su nombre, no hace falta un sujeto para delinear su relato en la mente.

Cuando cruzó a Venezuela lo recibió Freddy Bernal, el delegado por el régimen para coordinar la atención humanitari­a en frontera. Toma de temperatur­a, una prueba rápida de la covid y lo llevaron en un grupo de 600 personas a una escuela que hace las veces de hogar de paso. Son tres pisos. Los dos primeros para mujeres y núcleos familiares, el último para hombres.

No hay baño. Hacen sus necesidade­s en bolsas, las arrojan a la basura y la ducha es un tanque de agua compartido que es lavamanos y lavadero de ropa. Dos personas comparten una colchoneta, así no se conozcan de antes, y solo les dan una comida al día: arroz con lentejas o caraotas. Alguna vez comieron arepa. Lo que haya o lo que sobre después de que los más vulnerable­s se alimentaro­n. Lo único seguro es que la proteína no alcanzará el tamaño del puño de su mano y quedarán en penuria.

“Chica tengo hambre. He perdido más de 5 kilos desde que estoy aquí”, escribe, cuando está por cumplir 24 horas sin probar bocado. Su narración se mezcla con quejas del pan que le gustaría tener en su boca. Está cerca, pero lejos. Allí, al frente del liceo, hay una tienda que administra­n unos encapuchad­os con uniforme militar, “una guerrilla”, dice. Los que tienen dinero les compran comida, los que no se limitan a saber esperar.

Por fin desde Colombia recibe 20 mil pesos. Los cambia a bolívares y va por

tres panes y un refresco a la tienda de los hombres de verde con el rostro cubierto. Ese es el sustento que le queda hasta este lunes, o tal vez el martes, cuando termine su cuarentena y pueda salir del albergue. Después otro migrante retornado ocupará su lugar en esa estación obligada para todos los venezolano­s que retornan forzados por la covid.

Todo comenzó en marzo y por la cuarentena. De los 1,8 millones de migrantes venezolano­s que hay en Colombia, más de 1 millón están en condición irregular y un buen porcentaje viven de la informalid­ad. Sin dinero para pagar una habitación, menos para mercar, se concentrar­on en el Parque de las Banderas de Cali, la Terminal del Norte de Medellín, la Autopista Norte de Bogotá, entre otros puntos de las capitales departamen­tales, pidiendo ayuda para regresar.

Partieron a pie, en buses dispuestos por los municipios o en rutas ilegales. Pero al otro lado del país, en Ipiales, limítrofe con Ecuador, se concentrar­on más migrantes que es

taban en la nación vecina, intentando atravesar esa frontera, cruzar Colombia y llegar a uno de los tres corredores dispuestos por el Gobierno Nacional en Arauca, La Guajira o Norte de Santander para hacer travesías controlado­s.

El problema es que todos los flujos desembocar­on en esos tres puntos de esa frontera de 2,2 kilómetros que divide a Colombia de Venezuela entre un río, las trochas y las quebradas en las que pisar un costado es estar en la tierra de Maduro, pero atravesar el agua es territorio colombiano. En marzo salieron 30 mil ciudadanos venezolano­s; 16 mil, en abril; 23 mil, en mayo, y en lo que va de junio la cifra está cercana a los 5 mil, según Migración Colombia.

Un total de 75 mil han retornado, pero hay otros 15 mil más esperando su turno para pasar y otros, no se sabe cuántos, van en camino. Llegar al borde no significa cruzar. “La salida depende de la capacidad de su propio país para recibirlos. Estamos trabajando en darle prioridad a las personas que están en zona de frontera y damos también una salida coordinada a los que desean movilizars­e desde la ciudad”, explica el director de Migración Colombia, Juan Francisco Espinosa.

Al comienzo el régimen aceptaba a 700 personas diarias, luego 400 y ahora solo 100, tres días a la semana: lunes, miércoles y viernes. Solo hay 1.200 oportunida­des de entrar a Venezuela por semana, pero la cantidad de personas esperando su turno multiplica­n esa cifra doce veces y otras más van llegando. Su tierra natal está cerca, pero a una fila kilométric­a de distancia.

Hay otro camino, el ilegal por las trochas que controlan los grupos armados, pero ambos países aumentaron la vigilancia en esta zona. En Colombia los carabinero­s custodian los bordes del río Táchira; en Venezuela, la Milicia Bolivarian­a, la Guardia Nacional y la Fuerzas de Acciones Especiales (Faes) forman una barrera humana para que nadie entre, comandados por Freddy Bernal, el “soldado bolivarian­o y revolucion­ario” al servicio del pueblo que siempre recibe a sus connaciona­les, pero no se atreve a tocarlos sin tener sus guantes puestos.

Allí, vigilante de cómo se mueve la frontera, está el director de la Fundación Progresar, Wilfredo Cañizares. “La situación en la fila es terrible, caótica, la gente está ahí al sol y al agua. En las trochas están grupos armados que hacen presencia. Pero al final es lo mismo por un lado y otro porque de cualquier forma se van a encontrar con el dispositiv­o de seguridad de Venezuela que los llevará hasta unos centros de cuarentena”, dice.

Unos albergues que hace unas semanas eran liceos, pero ahora son la casa temporal de miles que emprendier­on una travesía sin fecha límite para volver a casa ante la falta de oportunida­des. Ellos, sin saberlo, terminaron en un ciclo: salieron de Venezuela huyendo de la situación humanitari­a compleja de su nación y ahora intentan retornar escabullén­dose de la pobreza que deja entrever la crisis del coronaviru­s.

Nada es fácil. No lo es quedarse en el limbo, en un país ajeno y sin sustento, mucho menos comenzar ese camino a los confines de Colombia ante la vacilación en una frontera que han tenido que pisar los más de 5 millones de ciudadanos venezolano­s que han dejado su tierra desde 2014.

Cuando se le pregunta al gerente de fronteras, Felipe Muñoz, sobre las condicione­s de estas personas, un vaho de melancolía se alcanza a percibir en la llamada. “Los migrantes deben saber que las circunstan­cias al otro lado no son óptimas. No es lo mismo viajar a la frontera que pasarla. Tenemos la responsabi­lidad

de advertir esto para que antes de iniciar el viaje tengan todas las precaucion­es”, alerta.

En Venezuela apuntan a ellos como culpables de los contagios del coronaviru­s. Dice el Ejecutivo de Nicolás Maduro que Iván Duque es responsabl­e de la infección intenciona­l de migrantes para cambiar la curva de contagio. Así, ese ciclo de revictimiz­ación sigue cuando en su tierra los tratan como parias. “Los meten en una escuela. Allá los bañan con una manguera como si fueran perros. Para ellos todo está en contra, las autoridade­s los tratan con fastidio, es un viacrucis muy fuerte”, afirma el pastor cristiano Mauricio Miranda, quien les da más de mil comidas diarias a estas personas.

El migrante que accedió a contar su historia para este relato aún vive en ese suplicio. Miles más pasan por ese trance en un retorno incierto del que, posiblemen­te, regresarán después a Colombia cuando la crisis de su país los vuelva a empujar a huir

“Estuve doce días en La Parada esperando que el Gobierno venezolano autorizara el paso para los caminantes”.

MIGRANTE VENEZOLANO

*Pide guardar su identidad

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 ?? FOTO GETTY ?? Los migrantes siguen ante la incertidum­bre de volver a su país o quedarse en Colombia, esperando apoyo de los gobiernos de las ciudades donde se encuentran.
FOTO GETTY Los migrantes siguen ante la incertidum­bre de volver a su país o quedarse en Colombia, esperando apoyo de los gobiernos de las ciudades donde se encuentran.

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