El Colombiano

LUCHÉ CONTRA DOS PLAGAS Y SÓLO GANÉ CONTRA UNA

- Por PHILIP O. OZUAH redaccion@elcolombia­no.com.co

Las últimas 12 semanas me perseguirá­n para siempre. En el Sistema de Salud Montefiore, donde soy el director ejecutivo, el coronaviru­s ha matado a 2.204 pacientes y 21 miembros de nuestro valiente personal, a pesar de nuestros mejores esfuerzos.

Ahora, a medida que la pandemia ha disminuido y nuestro número de casos covid-19 se ha reducido a 143 pacientes desde un máximo de 2.208 el 12 de abril, la nación está enfrentand­o otra crisis temerosa: los efectos letales del racismo, cuyo dolor es demasiado familiar para mí.

Fue difícil para mí ver el video de Amy Cooper llamando al 911 después de que Christian

Cooper, un observador de pájaros negros en Central Park, le pidiera que atara a su perro. “Hay un hombre afroameric­ano ... amenazándo­me a mí y a mi perro”, dijo al agente que atendió su llamada, poniendo en juego la libertad y la vida del Sr. Cooper.

Sé lo que debe haber esperado que vendría después, porque soy un hombre negro. Sé, desde que me detuvieron hace años en Los Ángeles mientras caminaba por un vecindario blanco para tomar un autobús, que la policía podía pedirle que levantara los brazos en el aire, se diera la vuelta, caminara hacia atrás, se arrodillar­a, entrelazar­a los dedos detrás de la cabeza y requisarlo, todo antes de hacer preguntas. Y si se atrevía a indignarse y preguntar por qué, bueno, ahora se está resistiend­o y la situación podría escalar fácilmente. Puede que no llegue a casa ese día.

Nunca he sido arrestado, como lo fue George Floyd antes de que un oficial de policía lo aplastara hasta la muerte. Pero conozco la frustració­n, la ira y la humillació­n de tener que aceptar el abuso del poder policial. Sé lo que se siente ser detenido casi a diario porque eres joven y eres negro y eres hombre y conduces un automóvil de modelo viejo.

Sé lo que se siente cuando el oficial se acerca y la primera pregunta es: “¿Es este su auto?”. Y la siguiente instrucció­n es: “Por favor, salga del auto”. Y luego siéntese en la acera, cruce los tobillos, ponga las manos atrás de usted. Y sé lo que es sentarse allí durante 40 minutos mientras llevan al perro que olfatea drogas por su automóvil. Sin razón alguna. Y al final, sin explicacio­nes ni disculpas, que se les diga: “Está bien, está bien, puedes irte ahora”.

También sé lo que se siente estar en una elegante gala en el Waldorf Astoria vestido de esmoquin, esperando para guardar el abrigo, y que otras personas se acerquen y me entreguen sus abrigos de piel y digan: “Guárdeme esto”.

Conozco la carga acumulada de esas experienci­as día tras día, semana tras semana, mes tras mes, década tras década.

Si bien sé por experienci­a que la mayoría de los agentes de la ley cumplen honorablem­ente su juramento de proteger y servir, los hombres afroameric­anos en particular tienen motivos para temer que la policía los lastime o los mate por el color de su piel, y merecen liberarse de ese miedo. Todos los estadounid­enses merecen tener una vida donde puedan caminar libremente, no amenazados y acosados en su propio país.

Es difícil encontrar consuelo en este momento problemáti­co. Pero veo una rara esperanza de que estos desastres gemelos que perjudican de manera desproporc­ionada a las minorías, uno un virus nuevo y el otro un virus tan antiguo como el propio país, finalmente puedan demostrar la verdadera fuerza de nuestra humanidad compartida.

Estados Unidos ha cambiado su comportami­ento de maneras tan profundas y fundamenta­les para mitigar el coronaviru­s, desde la autocuaren­tena y el trabajo desde casa hasta el uso de máscaras y literalmen­te arriesgand­o nuestras vidas para cuidar a los enfermos. A medida que nuestras calles se llenan todas las noches de manifestan­tes que exigen un cambio que ha tardado demasiado en llegar, me atrevo a esperar que nosotros, como pueblo, podamos reunir el mismo coraje desinteres­ado y la determinac­ión de cambiar nuestro comportami­ento para abordar el racismo y la brutalidad endémicos que plagan a nuestro país.

Entonces, finalmente, también podemos deshacerno­s de ese otro virus mortal.

Me atrevo a esperar que, como pueblo, podamos reunir el mismo coraje y la determinac­ión de cambiar nuestro comportami­ento para abordar el racismo y la brutalidad endémicos que plagan a nuestro país.

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