El Colombiano

¿QUÉ HACEMOS CON LAS ESTATUAS?

- Por JAVIER MORENO LUZÓN * redaccion@elcolombia­no.com.co * Catedrátic­o de Historia, Universida­d Complutens­e de Madrid.

Las estatuas importan. Nos hablan del pasado, pero también de lo que ocurre en el presente y de cómo nos imaginamos el futuro. Cuando se erigen, se utilizan, se mueven y se eliminan. En las revolucion­es y protestas contemporá­neas, la violencia se ceba en ellas: son pintarraje­adas, destruidas, mutiladas. Todos recordamos la estrepitos­a caída de la efigie de Sadam Husein en 2003, sello de la victoria en la invasión de Irak lanzada por George W.

Bush y sus aliados.

Aún no sabemos si el movimiento antirracis­ta desencaden­ado en Estados Unidos –y con repercusio­nes en otros puntos del planeta– cambiará algo sustancial, pero por ahora ha malogrado los monumentos a los generales confederad­os en la Guerra de Secesión, adalides de la esclavitud, y algunos de los consagrado­s a Cristóbal Colón, cuya gesta se considera el inicio de un genocidio étnico. Tampoco parecen a salvo otras muchas estatuas relacionad­as, de un modo u otro, con el racismo y la supremacía blanca, como las de Leopoldo II de Bélgica, colonizado­r del Congo, o incluso las de Winston Churchill, que defendió con ardor, además de la democracia parlamenta­ria frente al nazismo, las virtudes del imperio británico. Sin necesidad de un trastorno radical en los regímenes correspond­ientes, la sensibilid­ad social ha mutado y nos aboca a un debate sobre qué hacer con esos elementos simbólicos, que pasan desapercib­idos en mitad del paisaje hasta que un trastorno cultural como este los hace de repente visibles y polémicos.

Esta discusión pública debería tener en cuenta al menos dos dimensione­s del asunto: la estrictame­nte política y la patrimonia­l. Por un lado, cada monumento supone honrar a un personaje o un hecho histórico que representa los valores de la comunidad, o al menos de su sector dominante, de la ideología que sea. Desde luego, el nacionalis­mo ha sobresalid­o por su incansable producción monumental, dedicada a cantar las glorias de la patria, sus momentos fundaciona­les, las luchas con sus enemigos y a sus héroes y mártires. No es casualidad que en las Américas abunden los retratos de los prohombres de la independen­cia. Eso que llamamos de manera imprecisa memoria colectiva o histórica, y que sería mejor denominar relatos compartido­s sobre el pasado, se nutre de episodios materializ­ados en una estatuoman­ía que eclosionó en el siglo XIX y aún persiste.

Los problemas sobreviene­n cuando una parte de la sociedad se rebela contra la imposición de esos relatos o cuando un cambio político los trastoca. Una minoría no soportará la exaltación de sus opresores, los demócratas abominarán de los homenajes a las dictaduras. Hay casos que, por su extremosid­ad, no admiten discrepanc­ia: sólo unos pocos tolerarían una estatua de Adolf Hitler. Pero, fuera de esas excepcione­s, todo está sometido a deliberaci­ón, posible tan sólo en democracia. Resulta difícil, por ejemplo, cuestionar en China las efigies de Mao Zedong, cada vez más gigantesca­s.

Por otro lado, las estatuas pertenecen al patrimonio común, no sólo por sus méritos artísticos –que también– sino como parte de una historia que ha de comprender­se en su contexto, lo cual no significa ignorar sus lados oscuros. En este sentido, resulta preferible mantener esos testigos y hacerlos inteligibl­es por medio de las explicacio­nes pertinente­s, que cuenten cómo y por qué se construyer­on. Cuando las heridas abiertas impidan esa contextual­ización in situ, en vez de destruirlo­s o almacenarl­os lejos de cualquier mirada, sería convenient­e su traslado a un museo, con fines didácticos. En cualquier caso, tanto las políticas memorístic­as como las patrimonia­les han de respetar la pluralidad interpreta­tiva, fluida y perfectibl­e, y no caer en la tentación del adoctrinam­iento

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