¿QUÉ HACEMOS CON LAS ESTATUAS?
Las estatuas importan. Nos hablan del pasado, pero también de lo que ocurre en el presente y de cómo nos imaginamos el futuro. Cuando se erigen, se utilizan, se mueven y se eliminan. En las revoluciones y protestas contemporáneas, la violencia se ceba en ellas: son pintarrajeadas, destruidas, mutiladas. Todos recordamos la estrepitosa caída de la efigie de Sadam Husein en 2003, sello de la victoria en la invasión de Irak lanzada por George W.
Bush y sus aliados.
Aún no sabemos si el movimiento antirracista desencadenado en Estados Unidos –y con repercusiones en otros puntos del planeta– cambiará algo sustancial, pero por ahora ha malogrado los monumentos a los generales confederados en la Guerra de Secesión, adalides de la esclavitud, y algunos de los consagrados a Cristóbal Colón, cuya gesta se considera el inicio de un genocidio étnico. Tampoco parecen a salvo otras muchas estatuas relacionadas, de un modo u otro, con el racismo y la supremacía blanca, como las de Leopoldo II de Bélgica, colonizador del Congo, o incluso las de Winston Churchill, que defendió con ardor, además de la democracia parlamentaria frente al nazismo, las virtudes del imperio británico. Sin necesidad de un trastorno radical en los regímenes correspondientes, la sensibilidad social ha mutado y nos aboca a un debate sobre qué hacer con esos elementos simbólicos, que pasan desapercibidos en mitad del paisaje hasta que un trastorno cultural como este los hace de repente visibles y polémicos.
Esta discusión pública debería tener en cuenta al menos dos dimensiones del asunto: la estrictamente política y la patrimonial. Por un lado, cada monumento supone honrar a un personaje o un hecho histórico que representa los valores de la comunidad, o al menos de su sector dominante, de la ideología que sea. Desde luego, el nacionalismo ha sobresalido por su incansable producción monumental, dedicada a cantar las glorias de la patria, sus momentos fundacionales, las luchas con sus enemigos y a sus héroes y mártires. No es casualidad que en las Américas abunden los retratos de los prohombres de la independencia. Eso que llamamos de manera imprecisa memoria colectiva o histórica, y que sería mejor denominar relatos compartidos sobre el pasado, se nutre de episodios materializados en una estatuomanía que eclosionó en el siglo XIX y aún persiste.
Los problemas sobrevienen cuando una parte de la sociedad se rebela contra la imposición de esos relatos o cuando un cambio político los trastoca. Una minoría no soportará la exaltación de sus opresores, los demócratas abominarán de los homenajes a las dictaduras. Hay casos que, por su extremosidad, no admiten discrepancia: sólo unos pocos tolerarían una estatua de Adolf Hitler. Pero, fuera de esas excepciones, todo está sometido a deliberación, posible tan sólo en democracia. Resulta difícil, por ejemplo, cuestionar en China las efigies de Mao Zedong, cada vez más gigantescas.
Por otro lado, las estatuas pertenecen al patrimonio común, no sólo por sus méritos artísticos –que también– sino como parte de una historia que ha de comprenderse en su contexto, lo cual no significa ignorar sus lados oscuros. En este sentido, resulta preferible mantener esos testigos y hacerlos inteligibles por medio de las explicaciones pertinentes, que cuenten cómo y por qué se construyeron. Cuando las heridas abiertas impidan esa contextualización in situ, en vez de destruirlos o almacenarlos lejos de cualquier mirada, sería conveniente su traslado a un museo, con fines didácticos. En cualquier caso, tanto las políticas memorísticas como las patrimoniales han de respetar la pluralidad interpretativa, fluida y perfectible, y no caer en la tentación del adoctrinamiento