La experiencia de una escritora y su trabajo silencioso
No se me ocurre una actividad más acorde con mi forma de ser que escribir. Adoro la soledad, el silencio, la meditación y, en general, todas aquellas cosas que propicien un diálogo conmigo misma. Soy incapaz de escribir si hay alguien haciendo bulla o si hay música de fondo. A menudo peleo con el jardinero los días que usa la guadaña o con el vecino cuando se le va la mano en el volumen. Cada vez que me siento frente al computador es un desafío que nunca sé cómo va a terminar. A veces se me va el día entero en ello y, cuando llega la noche, caigo en cuenta de que ni siquiera he almorzado. A veces peleo con un solo párrafo durante horas antes de darme cuenta de que me vendría mejor ponerme a regar las plantas o salir a dar un paseo. Entonces borro lo escrito y abro la manguera. O bien me pongo los tenis. He descubierto que esas actividades que puedo realizar en piloto automático son una gran fuente de creatividad.
En mi caso, la pandemia ratificó algo que ya sabía y es que el encierro no solo es propicio sino esencial para la creación literaria. En Madrid, por ejemplo, estuve sola y encerrada dos años escribiendo, creo que si no me hubiera dado esa licencia, jamás habría terminado la novela. De alguna manera siento que, debido a ello, esta pandemia me agarró muy bien entrenada. El aprendizaje más grande que debería dejarnos todo esto es que hay que aprender a dialogar con uno mismo. Analizarse, esculcarse, mirar más adentro de lo que la piel nos lo permite. Disfrutar de la propia compañía es algo que puede y debe aprenderse, a fin de cuentas, no podemos librarnos de nosotros mismos.