El Colombiano

Mañana también

No hay lágrimas, tampoco un ataúd que guarde dos metros bajo tierra al difunto. Aquí le sonríen a la muerte.

- Por LAURA MARÍA AYALA

El estiércol de una vaca sagrada es tan apestoso como el de cualquier otra vaca mundana. O más, porque en Varanasi las vacas van y vienen a su antojo, como si se supieran de mejor familia. Se les ve en callejones, escarbando con su hocico en la basura, atravesada­s en las vías, esparramad­as por ahí, rumiando y cagando. Las calles son un campo minado de excremento que los hindúes esquivan sin pudor. Los demás, turistas, de ojos redondos, cara blanca por el protector solar y cámara colgada en el pecho, más torpes, quizás demasiado occidental­es, nos ensuciamos hasta la conciencia.

El olor profano, repugnante, contrasta con el aroma de los dioses. De los templos, que se cuentan por miles –y deben ser bastantes para adorar a los tresciento­s treinta millones de deidades que caben en el hinduismo– se escapa el humo tibio del incienso de sándalo y una fragancia dulzona de las flores de caléndula. Y qué decir del perfume de los príncipes, de los mismísimos maharajás, casi de origen divino, de palacios fastuosos, joyas extravagan­tes y harenes de Las mil y una noches, bañados en su época de gloria en el mismo destilado de rosas y jazmín que ahora se ofrece en frascos de vidrio a cualquier turista que sepa regatear.

Cada aroma impacta apenas la nariz se asoma en esta ciudad, que ha olido igual, por lo menos, hace tres mil años, quizás cuatro mil, historiado­res y arqueólogo­s no se ponen de acuerdo. “Si quieren ser exactos, Varanasi existe casi desde siempre”, dice Vipin, el guía de esta expedición, para zanjar la discusión. Luego hace una seña que indica el camino hacia el río más sagrado de todos. Veintitrés colombiano­s lo seguimos como hormigas, en fila india, aunque tanto orden sea una rareza por aquí.

Última parada

Andamos de prisa, esquivando las reses perezosas y las personas que, por falta de rupias o por convicción, duermen en el pavimento. Juntos, revueltos, animales y humanos aguardan el amanecer; para continuar mal viviendo, unos y otros, impulsados por la fe, para seguir su peregrinaj­e. Por lo menos una vez en su vida los hinduistas deben marchar hasta Varanasi, tan sagrada como Roma, La Meca y Jerusalén, y bañarse en el Ganges, hacer una ablución.

Viajan en carro, bus, avión o colgados de un tren desde todas las esquinas de India –no es corto el recorrido en el séptimo entre los países más grandes del mundo– y se sumergen al alba en la rivera. Se entregan a los brazos de la diosa Maa Ganga o Madre Ganges, que es el mismo río, y en una especie de chapuzón divino, como reza la tradición hindú, expían sus pecados, los purgan por millones en un agua que hace rato perdió su color turquesa y es cada vez más marrón.

Purifican su alma entre la inmundicia. No es una exageració­n. El Ganges es uno de los ríos más contaminad­os del planeta. Si se analizan 100 mililitros de su agua, lo que cabe en una taza de té, hay más de un millón de bacterias fecales.

No deberían haber más de quinientas para bañarse y ninguna, según la Organizaci­ón Mundial de la Salud, si se quiere beber sin resultar en el retrete o en el hospital. La hepatitis, el cólera y la gastroente­ritis aguardan en sus albercas, alertan los expertos, con sus batas blancas, desde sus laboratori­os, pero qué saben ellos de la fe en la ciudad de los 23.000 templos.

Zambullirs­e en sus aguas los conecta con lo sagrado, poco importa lo demás. Varios devotos llenan envases con el líquido sagrado que llevan consigo a casa. Si alguien de la familia enferma y no puede viajar hasta el río o si está agonizando, le dan un sorbo. “Milagros portátiles”, bromea el guía.

Con fecha de vencimient­o

Nos escoltan a la distancia un perro callejero famélico y un mono cojo, segurament­e exiliado de su pandilla de primates. Los mueve el hambre, el deseo de que uno de esos extraños que andan tan juntos los alimente, les lance un banano, un trozo de naan. ¡No hay tiempo para conmoverse! Otra miseria y otra hambruna, la de las personas, golpea con fuerza a cada paso.

Un anciano, más huesos y capas de tela que carne, intercepta al grupo. Extiende la mano y lanza una súplica que suena inusual: pide ayuda para quemar su cadáver. Está desahuciad­o y quiere comprar madera, unos 200 kilos de palos de mango, para su cremación. No es el único que se prepara para su deceso. La capital espiritual de la India está llena de enfermos y viejos que, sentados en las escalinata­s de piedra que descienden al Ganges, esperan su final.

No es una escena lúgubre. Se saben afortunado­s. El dios de la destrucció­n, Shiva –fácil de reconocer por su piel azul, la cobra enroscada en el cuello y los tres ojos– prometió librar del penoso ciclo de las reencarnac­iones a quien muera en Va

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