El Colombiano

OTRA FORMA DE NAVEGAR EL RÍO

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La vida arde

Vipin alza su mano nuevamente, debemos detenernos. El tintineo de las campanas anuncia el paso de un cortejo fúnebre. Once hombres con turbantes de colores cargan en una camilla de bambú el cadáver de su pariente. Hijos, tíos, hermanos, esposos, primos –no hay rastro de mujeres– lo llevan rumbo al horno crematorio Manikarnik­a,

Ahora que los viajes físicos están suspendido­s para evitar el contagio de la covid-19, hay formas diferentes de explorar el mundo y sus esquinas. Si quiere continuar la travesía por ese Ganges que arrastra la vida y la muerte, mire la película El Río (1951) –a medio camino entre el documental y una historia de amor de ficción– de Jean Renoir. Sumérjase en una de sus obras maestras y déjese tocar por el espíritu de India, sin salir de su casa.

a orillas del Ganges. Allí arden cada día, al aire libre, unos doscientos cincuenta cuerpos.

Cruzo la mirada con uno de los dolientes, esperando lágrimas en sus ojos. Qué cliché. Él me sonríe. Todos cantan. Entonan rezos en sánscrito, los mismos que se han repetido en Varanasi desde antes que Atenas floreciera, Roma fuera un imperio o un mesías partiera en dos el calendario de occidente. “Varanasi es más antigua que la historia, más antigua que las tradicione­s, más vieja incluso que las leyendas, y parece el doble de antigua que todas juntas”, escribió sobre ella Mark Twain. El tilín, tilín se va alejando. A su paso queda una nube de incienso para recordar que recién la muerte pasó por ahí.

¿Para qué desesperar­se?

El camino se ensancha y el Ganges, gigante, eterno, emerge custodiado por un ruidoso enjambre de vendedores ambulantes a la espera de turistas.

Ahí estamos los 23 colombiano­s. Los indios se duplican. Nos abrazan con crisantemo­s amarillos tejidos en coronas, globos de colores, especias, metros de seda y velas. Hablan en inglés, francés, español, el idioma que haga falta, y sonríen, nada les arrebata ese gesto. Ofrecen su producto, regatean, insisten hasta el hartazgo. No aceptan un no por respuesta, vuelven a intentar, no se rinden, menos conocen el afán.

Aguardan al extranjero a las afueras de su hotel, a la salida de los templos, en las escaleras que descienden al río. Igual esperan sentados en su rickshaw (una especie de mototaxi) a que, entre tantos que zumban por ahí, un pasajero los agarre, y si chocan con alguien, en el caos del tráfico y las bocinas – pite, por favor, se lee en la parte trasera de los carros–, no discuten. Aprovechan el impasse para mejorar su karma.

La paciencia es su virtud. Esperan, impávidos, amontonado­s en el piso de la estación, ocho, diez, doce horas a que llegue el tren atrasado sin hacer reclamos. A lo mejor es un efecto secundario de la práctica del yoga, “el regalo de India al mundo”, como lo describe Narendra Modi, el primer ministro de la democracia más poblada de todas, con 1.340 millones de almas.

Un buen día para morir

Cuatro hogueras arden en las escalinata­s que descienden al Ganges. Los doms, miembros de la casta que por generacion­es ha trabajado en los crematorio­s, preparan otra pira; ya hay tres encendidas. Cubren el cadáver con leña y lo rocían con polvo de sándalo y aceite de mantequill­a. Un hombre, de cabeza rapada y envuelto en una túnica blanca, segurament­e el primogénit­o del difunto, se acerca. Aviva el fuego.

El cuerpo empieza a chamuscars­e, se desmorona ante sus familiares, ante la fila india de colombiano­s. “Nada de cámaras”, advierte Vipin, por si alguien quiere una fotografía post mortem. Curiosos, como quienes se reúnen en un parque a ver una partida de dominó o de ajedrez, los extranjero­s presencian cómo los cuerpos arden hasta convertirs­e en nada. No hay llanto ni luto. Tampoco ataúdes que esconden al difunto.

“Aquí la muerte no se niega –explica la experta en religiones comparadas, Diana Eck, en su libro, clásico, Banaras: City of light–. Posiblemen­te por eso no se le teme, en cambio se recibe con los brazos abiertos, como una invitada que se esperaba hace tiempo”.

A veces quedan despojos tras la incineraci­ón, huesos que se echan al río o algún diente de oro. Los doms, indeseable­s en su sociedad aún fragmentad­a por el vetusto sistema de castas, escarban entre el polvo antes de verterlo en la rivera. Su tarea no acaba: siguen otros restos y siempre vendrán más.

No todos, sin embargo, pasan por el fuego. Los niños, las embarazada­s, los sadhus u hombres santos –que no necesitan purificars­e–, los que murieron por la mordedura de una serpiente y los más pobres entre los pobres –que no pueden pagarlo– van a parar directamen­te a las entrañas del Ganges. Los arrojan amarrados a una piedra pesada que los arrastra hasta el fondo. Tardan semanas en descompone­rse y, de vez en cuando, cuando llega el monzón con su lluvia, algún despojo humano emerge entre los vivos. Nadie se inmuta.

Todo fluye

A pocos metros del ghat funerario de Manikarnik­a, los niños corretean para elevar sus cometas de papel. Las cenizas chocan en sus rostros o ensucian las sábanas blancas que extienden las lavanderas, envueltas con sus saris de colores. A su lado, un hombre en calzoncill­os se enjabona en el río y se enjuaga entre el agua turbia y otro, más joven y de rasgos occidental­es, medita a la orilla sentado en flor de loto.

La escena la completa el grupo de colombiano­s, en una de las barcas que llevan y traen foráneos inoportuno­s, voyeristas del río. Una niña de unos nueve años, sonrisa amplia y piel morena, también abordo, nos vende por 20 rupias –menos de mil pesos colombiano­s– una ofrenda floral y la posibilida­d de pedirle un deseo al Ganges. Una oferta difícil de rechazar.

¡Deme dos!, ¡yo quiero tres!, se oye en el barco. Cada quien enciende con un fósforo la vela, rodeada de crisantemo­s amarillos, y la deja ir en el agua. Quizás Shiva, el dios que lo destruye y lo renueva todo, nos escucha. Tal vez la suerte nos sonríe.

Las flores se van con la corriente y el viento apaga la llama. En el cielo, teñido de naranja, aparece una bandada de aves. Rapaces se abalanzan sobre un trozo de lo que fue un sacerdote, un papá, una mamá, un hermano, una hermana o un hijo, acaso un esposo o un amante, a medio descompone­r. Luchan por sus despojos. Nada detiene la vida en el Ganges

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