“El país quiere certeza de que hay decisión política y capacidad de gestión para reencauzar las FF.MM. y su funcionamiento, con formación, capacitación y atención integral a los uniformados”.
El país quiere certeza de que hay decisión política y capacidad de gestión para reencauzar las FF.MM. y su funcionamiento, con formación, capacitación y atención integral a los uniformados.
Las vicisitudes de la historia contemporánea del país –e incluso de la que se remonta a la Independencia y al siglo XIX– han hecho que dentro de la institucionalidad colombiana las Fuerzas Militares, y en particular el Ejército, tengan una presencia permanente en la sociedad y un peso mayor que muchas otras que, en una democracia “pacífica”, deberían tener más relevancia.
El Estado de Derecho en Colombia ha estado sometido siempre a graves embates, tanto desde fuera de la legalidad –guerrillas, paramilitares, carteles del narcotráfico, y las alianzas cruzadas entre ellos– como desde dentro del propio sistema –corrupción política, narcopolítica, justicia paralizada, captura de la administración por parte de clanes clientelistas– y el Ejército ha tenido que lidiar con ambos.
Tanto los enemigos externos como los agentes internos le han generado estragos. Durante décadas sus uniformados –oficiales y soldados– fueron sometidos a pruebas de resistencia de una dureza impropia de una sociedad civilizada. Los efectos en sus integrantes no solo fueron, en miles de casos, la pérdida de la vida misma, sino graves e imperecederas secuelas de orden psicológico, económico y moral. Agravadas por golpes demoledores al honor militar y a la moral de la tropa por los recurrentes escándalos de corrupción, de todo tipo, entre sectores de la oficialidad.
Estos escándalos no solo horadan la moral interna, tan necesaria para que el Ejército y la Fuerza Pública en general tengan la solidez que su misión esencial requiere, sino que dinamitan uno de sus activos más valiosos: el apoyo y reconocimiento de la sociedad. Las recientes encuestas de opinión reflejan una acelerada caída en el nivel de aceptación y confianza. El Gallup Poll de junio de 2020 lo reitera: las Fuerzas Militares caen del 85 % de popularidad a principios de este año, a un 48 % hoy.
En otras palabras, si los ataques de los grupos ilegales externos fortalecen el sentimiento de apoyo y solidaridad con las Fuerzas Militares, sus irregularidades internas pulverizan ese vínculo con la sociedad. Y si lo que se revelan son hechos de suma gravedad como los “falsos positivos” o los crímenes de abuso sexual contra menores de edad por parte de uniformados en servicio, el golpe es demoledor para la legitimidad y confianza de la institución castrense.
Desde el punto de vista numérico, meramente estadístico, estos delitos aberrantes no son de ocurrencia común, ni una política sistemática –como lo sostuvo con irresponsable mendacidad un inoportuno y oportunista expresidente, cuestionado él sí por tantas otras cosas–. Pero el punto es que uno solo de estos delitos es tan dañino que la estadística pasa a un segundo plano: ni una sola violación es admisible. Nunca debe ocurrir un crimen así. Y si ocurre, no debe amparase ni soslayarse bajo ningún pretexto.
Voces sensatas han pedido una profunda revisión de la formación interna, de los procesos de reclutamiento, así como de la administración y optimización del talento humano de las fuerzas, con especial énfasis en aquellos uniformados que hacen presencia diaria entre la comunidad. Hay una gran tarea pendiente y es la atención psicosocial –no solo posterior– de aquellos que enfrentan situaciones límite y están sometidos a las presiones más difíciles.
El Gobierno debe hacer lo que esté a su alcance para mostrar al país un giro profundo en el rumbo del Ejército. Nadie perdonaría que una institucionalidad militar que no ha sucumbido ante unos enemigos feroces, poderosos y multimillonarios que actúan sin ningún límite desde la ilegalidad, sucumba por problemas internos ante los cuales no hubo ni gestión vigorosa ni decisión política de erradicar