El Colombiano

QUERIDAS ESTANTERÍA­S

- Por ELISA FERRER redaccion@elcolombia­no.com.co

Aún no sabía leer y para mí erais puzles gigantes, muebles voluptuoso­s cuajados de libros que me fascinaban por sus lomos de colores, que ordenaba y desordenab­a como ladrillos de Lego. Cuando agarraba vuestros libros al azar, subida a una silla para alcanzar los más altos, abría sus tapas con ceremonia, consciente de que mis manos estaban limpias a pesar de la merienda, y tocaba sus palabras mecanograf­iadas, símbolos que encerraban promesas, y tenían algo de conjuro, de misterio, de magia. Más de una vez repetí el ritual de manosear vuestras tripas, estantería­s queridas, y apresaba novelas y fingía entender las palabras con solo tocarlas, con solo pasar sus páginas y mover los labios mientras unía frases inventadas al azar.

Años después, pasasteis de ser un puzle a ser un balcón a la inmensidad –casi casi al infinito–, y al agarrar vuestros libros dejé de intuir los símbolos y fui una hermana más para Meg, Jo, Beth y Amy, viajé en tren con Lucas el maquinista y Jim Botón, el niño que llegó por correo postal, o comí emparedado­s y bebí cerveza de jengibre con los Cinco, mientras dudaba de que tuvieran –tuviéramos– edad para beber cerveza de ningún tipo.

Los libros parecían reproducir­se en vuestros estantes – cada vez estabais más llenos–, en especial, los que tenían un aura de misterio y a los que solo llegaba silla mediante. “Pero son libros para mayores,

Elisa”, decían mis padres y volvían a colocarlos. Y quizá, por eso, brillaban más. Y quizá, por eso, cuando veía a alguien leyendo, le interrumpí­a, “¿qué pasa en tu libro?”. “Cuenta el día de una mujer londinense que pasea mientras planifica la fiesta que dará por la noche”, me contó mi madre. “¿Y ya está?”. Y mi padre habló del suyo, también un día en la vida de un tipo llamado Iván Denísovich, que vivía en un lugar tan frío que él y sus compañeros dejaban el termómetro en un poste que siempre amanecía congelado, lleno de hielo y nieve. Una fantasía para una niña mediterrán­ea para quien la nieve era algo mágico.

Y llegó ese día en que temblé, porque, sin subirme a una silla, mi padre agarró un libro y recitó algo sobre una tarde, un pelotón de fusilamien­to, el hielo de Melquiades. Me lo dio, con ceremonia, y me dijo: “Ya puedes leerlo, seguro que te gusta”.

Gracias, estantería­s queridas, por enseñarme que en la literatura las sonrisas pueden serlo todo sin ser sonrisas, que un día roza la eternidad y que el hielo, cuando se cuenta bien, de tan frío, quema

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