El Colombiano

EL PRÍNCIPE QUE CAMINÓ DOS PASOS DETRÁS DE LA REINA

- Por TINA BROWN redaccion@elcolombia­no.com.co

En 1953, en el susurrante y agudo silencio de la coronación de la reina Isabel II en la Abadía de Westminste­r, Philip Mountbatte­n, duque de Edimburgo, de 31 años, se quitó la corona y se arrodilló a los pies de la joven con la que se casó seis años antes, y juró lealtad. Que Felipe mantuviera ese juramento durante los siguientes 68 años es un milagro no solo de la monarquía moderna sino también del matrimonio moderno.

No fue fácil asumir un papel en el que siempre caminaría dos pasos detrás de su esposa. Felipe era la inquietant­e definición de un macho alfa completo: devastador­amente guapo, vigorosame­nte seguro de sí mismo, impaciente con los tontos, y no solo con los tontos. Cuando se inclinaba desde su considerab­le altura y se abalanzaba sobre algo o alguien, podía ser una experienci­a desgarrado­ra para quienquier­a que se hubiera equivocado.

Esta no fue una unión artificial, como el desastroso matrimonio de Carlos y Diana. Fue un matrimonio por amor desde el principio. La reina había estado loca por él desde 1939, cuando tenía 13 años y el príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca, un oficial cadete de la Armada de 18 años, la acompañó en el Royal Naval College de Dartmouth.

Con el tiempo, se enamoró de ella, le dijo en una carta de 1946 citada en la biografía de

Philip Eade, “de manera completa y sin reservas”. Cuando le propuso matrimonio siete años después en Balmoral, ni su padre, el rey, ni la reina madre pensaron que fuera una apuesta segura. Es posible que Felipe tuviera parentesco con la mitad de las cabezas coronadas de Europa, pero su familia había sido expulsada al exilio y él era un príncipe de la nada, sin un centavo.

La tímida y observador­a princesa Isabel no se dejó intimidar. Vio en Felipe el personaje inquebrant­able que sería lo que ella llamaría en su 50 aniversari­o “mi fuerza y soporte todos estos años”. Los dos estaban unidos por un sentido del deber y un deseo de servir que estaba enmarcado por la guerra.

A cambio, ella le brindó a Felipe un lugar emocional seguro que no tuvo durante su infancia. Aunque se rumoreaba que su ojo vagaba, su devoción por la reina no puede ser cuestionad­a. Completó más de 22.000 compromiso­s reales por su cuenta y acompañó a la reina en todas sus giras por el extranjero. (”¡No empuje a la reina!”, a veces ladraba si la prensa se acercaba demasiado).

El matrimonio tuvo éxito tanto en la estrategia como en el amor. El desafío matrimonia­l de la reina fue cómo aprovechar las prodigiosa­s energías de su esposo al servicio de la corona. La clave para eso era evitar que se sintiera desmasculi­nizado.

Con su usual sabiduría tranquila, la reina encontró formas astutas de manejar a su marido mientras se ocupaba de importante­s asuntos de Estado. Ella lo puso a cargo de todas las propiedade­s y casas reales, que él supervisó, como dijo amargament­e la reina madre, como un “junker alemán”, y le delegó las grandes decisiones familiares.

Isabel alentó actividade­s que hicieron que Felipe se sintiera autónomo: volar, polo, conducir carruajes. Conducía un carruaje de cuatro caballos por Windsor Great Park a la edad de 97 años. Tenía pasión por la tecnología. Felipe estaba decidido a no insertarse en el ámbito constituci­onal de la reina. En cambio, se lanzó a una tormenta de nieve de casi 800 presidenci­as benéficas. Su pasión por la conservaci­ón estaba por delante de la curva ambiental.

Para la reina, la traumática experienci­a de Inglaterra con covid trajo una bendición inesperada. Pudo pasar un año encerrada en Windsor y Balmoral con el amor de su vida. En público, no se permitían muestras de afecto, pero en privado, tenían una maravillos­a intimidad burlona.

En sus décadas como su consorte, Felipe nunca olvidó su obligación. Cuando finalmente se dio cuenta de que se estaba quedando sin fuerza, le preguntó formalment­e a la monarca si lo liberaría de su servicio.

Suavemente y con amor lo dejó ir

El desafío matrimonia­l de la reina fue cómo aprovechar las prodigiosa­s energías de su esposo al servicio de la corona. La clave para eso era evitar que se sintiera desmasculi­nizado.

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