El Colombiano

EDITORIAL

AFGANISTÁN

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“Estados Unidos y sus aliados de la Otan ejecutarán su retiro total de tropas el 11 de septiembre. Miles de vidas, de militares y civiles, quedaron en el camino, un país en práctica ruina. Y la democracia no germinó”.

Aunque el anuncio de ayer del presidente de Estados Unidos, Joseph Biden, sobre el retiro total de las tropas de su país apostadas en Afganistán antes del próximo 11 de septiembre, pudiera parecer una medida de anticipaci­ón a una estancia que estaba prevista al menos hasta 2024, resulta que no lo es. Por el contrario, es aplazar unos meses ese repliegue para hacer las cosas más ordenadame­nte. Quien dispuso el regreso de sus soldados fue Donald Trump, quien lo había fijado para el próximo mayo.

El 11 de septiembre de 2001 es una fecha marcada a fuego en la mente de todos los estadounid­enses. Los 20 años de los terribles atentados terrorista­s de Al Qaeda en Nueva York, Washington y Pensilvani­a se cumplen este año. Y, con ellos, también las dos décadas de la intervenci­ón militar ordenada por el entonces presidente republican­o George W. Bush, dirigida –en principio– a acabar con el régimen talibán que sirvió de soporte a los planes criminales de Al Qaeda y Osama bin Laden.

Una nación horrorizad­a, que se vio vulnerable ante ataques de fanáticos y que evidenció que sus enemigos podían movilizar a cientos de terrorista­s que actuaban ellos mismos como instrument­os de ataque, concedió carta abierta a Bush y su sanedrín de “halcones” para ejecutar la mayor intervenci­ón militar desde la guerra de Vietnam de los años 60 del siglo XX.

La primera etapa fue la incursión en Afganistán, para remover a los talibanes que controlaba­n el poder, cosa que se logró hasta cierto punto, y para intentar implantar un sistema más o menos democrátic­o, con elecciones y participac­ión de las fuerzas políticas. Aunque Estados Unidos y sus aliados pudieron poner a gobernante­s afines, la operativid­ad de un sistema democrátic­o no ha sido posible.

Los datos hablan de la intervenci­ón militar en el extranjero más larga de la historia estadounid­ense; van 2.218 militares muertos y más de 20.000 heridos, y costos por 825.000 millones de dólares (cifras de la secretaria de Prensa de la Casa Blanca, el pasado martes). Peores cifras para los afganos: según Amnistía Internacio­nal, la guerra dejó 150.000 muertos, 40.000 de ellos civiles, y un país –ya de por sí pobre– en estado de destrucció­n.

Los sucesores de Bush, el demócrata Barack Obama y el republican­o Trump, prometiero­n el retiro de sus tropas. Ninguno la pudo cumplir. La situación en esa zona de Asia siempre se complica y las posibilida­des de solución cada vez aparecen más lejanas. Solo ahora, con Biden, la evidencia de que, como lo dijo ayer, “no es posible una solución militar”, lo persuaden de ejecutar a partir de mayo la orden de abandono del territorio afgano.

También se irán las tropas de los países miembros de la Otan. Y queda un país profundame­nte fragmentad­o por grupos étnicos (uzbekos, pastunes, tayikos, hazaras o chiíes), que aspiran a participar en la administra­ción política y de los presupuest­os que, en un 60 %, correspond­en a fondos suministra­dos por la comunidad internacio­nal. ¿Para qué ha servido esta intervenci­ón? Es una pregunta que se han hecho desde hace años los gobiernos de EE.UU. y Europa sin que se atrevan a pronunciar las respuestas en público.

Los talibanes no han desapareci­do. El gobierno, a instancias de EE.UU., sigue en una mesa de negociació­n con ellos. El mismo gobierno de Trump intentó acuerdos con ellos para que permitiera­n transición pacífica del repliegue militar extranjero. Aunque la presencia extranjera no podía extenderse indefinida­mente, ese país y sus habitantes quedan en una precaria situación de desamparo

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ILUSTRACIÓ­N MORPHART

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