El Colombiano

SOLIDARIDA­D Y RESISTENCI­A

- Por ANA CRISTINA RESTREPO J. redaccion@elcolombia­no.com.co

Desde hace años padezco una pesadilla recurrente: una avalancha de lodo se desliza desde la calle sobre las escalas de mi casa, arrasa la puerta principal y revienta hendijas entre las ventanas. Un caudal viscoso, marrón, engulle los cuartos. Su torrente arrastra troncos, raíces, piedras y serpientes que se trenzan en torno a mi cintura.

“¡Doña Ana, desastreee­e!”, gritó Emi, mi mano derecha. El 6 de mayo a las 3:12 p. m. abrí las puertas al presagio. Desgarré mi garganta para que todos salváramos lo posible en el segundo piso. La maldita periodista que me habita rescató las historias primero: arranqué los cables del computador de mi esposo (quien estaba en el garaje con nuestro hijo mellizo, el mayor, abriendo un surco en la corriente impetuosa), subí mis archivos y equipos de transCuand­o misión radial. Buscando salidas para el agua y el lodo, el otro mellizo y yo nos sumergimos entre muebles, libros, pasaportes, libros, zapatos, libros, electrodom­ésticos y más libros flotantes...

¡No hay serpientes!, pensé, aturdida por el brío de las aguas ansiosas de cauce. Sentí una suerte de serenidad, de gratitud por no repetir la escena, anclada en mis sueños desde algún cubrimient­o periodísti­co que hice de una inundación en Urabá.

En minutos, casi todo lo conseguido en veintiún años de matrimonio se redujo a barro. Mis hijos, ilesos, recibieron una lección de vida: la segunda avalancha, la de los vecinos. Una legión con tapabocas, parejas con sus hijos y empleados, entraron con baldes, escobas, palas y picos para reventar la pared y liberar las aguas. A las 11:15 p. m. salieron de mi casa las últimas vecinas. Una de ellas me acarició el hombro cuando me vio sacar del pantano trozos de viejas cartas, dibujos y garabatos.

Sola, en la noche ya silenciosa, reflexioné que la maldita periodista es la misma bendita mamá que buscó rescatar lo que asegura el pan en nuestra mesa.

Al día siguiente y al otro, y contando el de hoy, mis vecinos lavan nuestra ropa, nos traen comida preparada. Nos “dan vueltecita”.

Repetidas llamadas al 123, desde distintos celulares, nunca fueron respondida­s. El vactor de EPM, que llegó tres horas después de la tormenta, solo succionó los conductos callejeros. La casa de fango le fue indiferent­e. Todo el sector estaba en emergencia. La gente común y corriente que reside en “estratos altos” solo le sirve al Estado para recaudar impuestos y subvencion­ar a los estratos bajos (lo cual hago con disciplina y hermandad ciudadana). Los privilegio­s (a pesar de las pérdidas, absolutame­nte nada importante me falta) parecen despojarno­s de ser ciudadanos con derechos ante un Estado.

¿Quién responde por el frenesí constructo­r por el que crujen las montañas y sus aguas?

Lucelly, empleada en una compañía de aseo, me cuenta que hace años una quebrada arrasó su casa, que el Municipio les entregó un mercado y hasta ahí llegó el compromiso estatal. Su familia resistió gracias a la solidarida­d vecina de quienes también lo habían perdido todo.

Regreso al dolor mayor: Colombia. Mi atención retorna a las calles, al reclamo legítimo de tantos ciudadanos que resisten solos, con hambre, desemplead­os, descendien­do en todas las escalas posibles (económica, social, educativa).

La pandemia me mostró que tenía demasiadas cosas. Una avalancha, la diferencia entre el costo y el valor. La solidarida­d ciudadana es la forma más poderosa de la resistenci­a ■

La solidarida­d ciudadana es la forma más poderosa de la resistenci­a.

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