En el mercado editorial existe la figura del escritor fantasma, quien trabaja para otros y, una vez entregado el producto, desaparece en el anonimato.
La sentencia es concluyente. “Los libros de los políticos siempre se los escribe alguien”, dice entre risas nerviosas un escritor fantasma. Ha redactado para un tercero tres títulos que se venden muy bien, han sido traducidos y han llevado a quien aparece en la tapa al centro del escenario de los medios noticiosos y de las plataformas de video.
El caso de los fantasmas —ghostwriter en la industria anglosajona— es muy común en los circuitos editoriales: los hay de todo tipo y pelambre. Para aficionados que anhelan subir sus memorias a Amazon y los hay a sueldo de las editoriales para desenrollar la madeja de la sintaxis y la gramática para científicos, actores, músicos y celebridades con contratos multimillonarios.
Escriben para otros: ayudan a clarificar las ideas ajenas, montan estructuras narrativas para hacer de esa idea vaga —apenas un esbozo en el pensamiento—, un anzuelo apetitoso. Al menos un texto legible. “Escribes para soltar”, continúa el fantasma.
También la mayoría de los títulos agrupados bajo el rótulo comercial del bienestar —curas, presentadores, pastores, chefs, médicos— es escrita por alguien que no asiste a las conferencias de prensa ni a las veladas de autógrafos.
Los fantasmas firman un convenio para recibir una cantidad de dinero –entre diez y quince millones de pesos por un trabajo de 150 páginas– y ocultarse. Una cláusula de confidencialidad blinda a quienes emplean sus servicios. Por eso, a pesar de los rumores sobre la autoría de una obra, no hay forma de corroborar si tal senador escribió él mismo sus memorias, si tal gurú de la medicina redactó las recomendaciones para una vida saludable o si tal banquero en realidad dedicó tiempo ante la página en blanco para revelar los mecanismos de su olfato para los negocios.
“Esto no debería asombrar a la gente: ningún político escribe sus discursos y hay varios columnistas de prensa que se apoyan en los fantasmas”, afirma el fantasma.
En otras palabras, en el sistema cultural y periodístico colombiano hay escritores que no escriben y muchos que sí lo hacen reciben un cheque una vez cumplen la entrega del inédito y se retiran a las sombras.
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La práctica de alquilar la pluma ajena no es reciente. En la historia hay muchas anécdotas célebres —y hasta graciosas— de libros firmados por alguien, pero escritos por un tercero. En la antigüedad, por ejemplo, la práctica era harto usual. Los estudios lingüísticos de la Biblia, para mencionar un caso, han afianzado la idea de que los cuatro evangelios del Nuevo Testamento no fueron escritos por Mateo, Marco, Lucas y Juan.
Al parecer son el resultado del trabajo de comunidades de diferentes lugares de la geografía del incipiente cristianismo. Esta percepción se extiende al resto de las escrituras sagradas. “La única historicidad, por así decirlo, que
“Casi todos hemos sido fantasmas de alguien. Hemos reescrito textos ajenos, los hemos corregido”.
ha sido probada es la de algunas cartas de San Pablo. Los demás libros no se sabe con exactitud quién los escribió. En el caso de los textos de San Juan, tanto el evangelio, las epístolas y el Apocalipsis se podría decir que son fruto de una comunidad”, dice el teólogo Jhonatan Benavides.
En Francia hay una broma que involucra a un autor de primer nivel y enorme relevancia de la literatura del siglo XIX. En una ocasión Alejandro Dumas padre le preguntó a su hijo homónimo: “¿Has leído mi nueva novela?”. Dumas hijo respondió: “No, ¿y tú?”.
Los historiadores de la literatura —a veces convertidos en detectives— han descubierto que detrás de El Conde de Montecristo y la saga Los tres mosqueteros —los princiles