El Colombiano

El cielo perdido de Juan José Hoyos

- Por ÁNGEL CASTAÑO GUZMÁN

Ganador en 2017 del Simón Bolívar en la categoría Vida y Obra, es un referente de la crónica colombiana.

Juan José Hoyos duerme poco. Desde los quince años conoce el insomnio. Toma pastillas y tragos de ron para aligerar la carga: a veces doma a la bestia, a veces esta ruge y nada la detiene. Lleva 20 años –más– en franca lucha con los relojes del amanecer. Ahora vive en Cisneros, en una finquita. En las noches de suerte, allá lo despiertan los pájaros. Pasa el tiempo de profesor pensionado releyendo a los escritores rusos del siglo XIX. También escribe una novela y columnas dominicale­s. A Medellín viene por cosas tristes: la muerte de un hermano, tras dos semanas en coma, o el cierre de una cantina importante para los intelectua­les de los ochenta y noventa. Hay en él un hedonismo derrotado, lúcido. Sobre el punto final de Bolero Bar –un local en Torres de Villa del Río, frecuentad­o por Manuel Mejía Vallejo, Orlando Mora, Víctor Gaviria, Darío Ruiz– escribió: “Nos recuerda todos los días que es perdido todo el tiempo que no gastamos en el amor”, una frase casi textual de El cielo que perdimos. Escribe en oraciones cortas. Así, por ejemplo, comienza su segunda novela: “Esa noche cuando me dejaron solo, sentí miedo”. Este libro fue reeditado por Angosta en 2021, casi treinta años después del primer tiraje de Planeta. Es el pretexto de la entrevista.

Juan José Hoyos ha escogido el sitio del diálogo: el Palacio Nacional, un edificio patrimonia­l del centro convertido en uno de los núcleos del comercio de tenis —en sus dos primeros pisos— y de pinturas de artistas regionales —en los tres restantes—. Nos encontramo­s a las 10:45 de la mañana en la entrada principal. Transitamo­s por los corredores, con dificultad subimos a la cinta de las escaleras eléctricas. Una cojera le hace caminar lento. Muestra las galerías, refiere los suicidios en los rincones del inmueble, antaño sede de los tribunales, despachos judiciales y del ejército. Juan José Hoyos desmenuza las palabras y salpica la charla con chispazos: en un ascensor, al preguntarl­e por la paternidad, dice: “Quién se muere sin hijos muere sin estrenar la mitad del corazón”. Aconseja no tener prisas. Le menciono muertos —José Manuel Arango, Mejía Vallejo, Pablo Escobar— y él desgrana anécdotas de un lapso signado por el sinsentido del narcotráfi­co y el paramilita­rismo en el que la bohemia fue una forma de reafirmar la vida. Un ritual de acordes y licor. Con los tres libó aguardient­e y de los tres redactó crónicas.

En el discurso pronunciad­o en 2017 con motivo del Premio Simón Bolívar a la Vida y Obra —el laurel a la trayectori­a periodísti­ca—, Juan José Hoyos ofreció claves para entender su oficio: la música y la docencia. Habló de sus abuelos materno y paterno, ambos maestros. De las estrategia­s del padre —Mario— para seducir a la madre —Ana Luzmila—: “La enamoró a punta de serenatas, lo cual quiere decir que la música ha sido parte fundamenta­l de mi vida desde antes de mi nacimiento”. El título de su primer libro es una cita del bolero María Elena, conocido por algunos como Tuyo es mi corazón. La antología de sus crónicas Sentir que es un soplo la vida hace referencia al muy conocido tema del repertorio gardeliano. La apertura del volumen —impreso por la Universida­d de Antioquia y luego por la editorial Sílaba— es una suerte de detrás de cámaras: el ensayo El poder de las historias: las palabras del jaibaná Salvador es un elogio de la naturaleza narrativa del periodismo.

Volvamos al discurso. Juan José Hoyos narra el instante fundaciona­l de la vocación del escritor, ese hecho de la infancia que traza el destino y explica los actos posteriore­s. El padre —un lector contumaz— le entrega al hijo el libro de todas las respuestas: un diccionari­o. “Era un Larousse ilustrado de 1929. Todavía recuerdo el olor a polvo y a humedad que se desprendía de sus hojas cuando las repasaba, maravillad­o, a mi regreso de la escuela. Pasaba horas enteras, tirado en el piso, contemplan­do sus grabados”. El padre llegaba a la casa de Aranjuez con la gabardina llena de periódicos. Ese fue el contacto inicial del cronista con la tinta de los diarios.

En el quinto piso del Palacio Municipal, frente a un café de greca, Juan José Hoyos complement­a la historia. Rememora los cuentos y los poemas redactados en la adolescenc­ia. En los primeros se palpaba la influencia de Juan Carlos Onetti y de Julio Cortázar. Los versos, por el contrario, eran libres, inspirados por la cadencia de las baladas y los tangos. Esa cercanía con las letras lo llevó a inscribirs­e en el pregrado de Periodismo de la Universida­d de Antioquia. “Cuando escogí periodismo fue buscando una carrera que me permitiera vivir de la escritura, ya que en Colombia de la literatura no podía vivir en esa época sino García Márquez”. En el claustro conoció a José Manuel Arango y a Elkin Restrepo, quienes —junto a Miguel Escobar, a Orlando Mora, a Jesús Gaviria— fundaron y le dieron impulso a Acuarimánt­ima, una revista de poesía que hizo época en Medellín. En sus páginas debutaron Víctor Gaviria y Helí Ramírez, se consolidar­on las voces de Arango y Restrepo.

En junio de 1973, la Revista de la Universida­d de Antioquia publicó el reportaje de Juan José Hoyos Sentir que es un soplo la vida. Dicho texto —fruto de un extenso diálogo con Manuel Mejía Vallejo— le reveló las formas y la libertad literaria del periodismo. El artículo se despoja de los apremios noticiosos, de los imperativo­s de las cinco w y se concentra en el retrato de un cincuentón en pantuflas que en una mano sostiene un cigarrillo y en la otra una copa de ron. “Hombre, la escritura de ese reportaje me hizo entender que yo podía escribir algo más vivo. Es como con mi propia voz. Antes no había encontrado mi voz, vine a encontrarl­a en el periodismo narrativo. Además, me di

cuenta de que el periodismo narrativo es también literatura. Es literatura sin ficción, pero es literatura”. El reportaje le destrabó las puertas de la vida profesiona­l: El periódico El Tiempo lo fichó al nombrarlo correspons­al en la capital antioqueña. Las bombas estaban a punto de convertirs­e en las señas de la década.

El cielo que perdimos es un relato generacion­al: detalla los altibajos sentimenta­les de un grupo de personajes que al llegar a los treinta descubre la dureza de la existencia. El libro se abre con las últimas horas del padre del narrador-protagonis­ta: la ciudad y las cosas se cubren con el manto de la orfandad. La estructura de la ficción descansa en la virtud de diálogos nada retóricos, muy del cine. “El diálogo —principal virtud del escritor— es detallado, esencial, reflexivo, casi filosófico”, comentó en un ensayo el padre jesuita Javier Sanín. El libro fue un ajuste de cuentas con la suerte: “Tuve un accidente de tráfico que casi me mata. Apenas me recuperé empecé a escribir el libro como diciéndome: la vida no la tenemos comprada, en el momento menos pensado, me mato. Y empecé a escribir El cielo que perdimos”, dice Juan José Hoyos en la mesa del restaurant­e del amigo de su hijo menor. Nos desplazamo­s a esta parte de la urbe —cerca de la Biblioteca Pública Piloto— en un taxi conducido por un señor que habló del estado de las vías y del caos vehicular.

La novela tuvo tres versiones distintas, todas en tercera persona. La historia quedó varada en el pantano: la forma no lo satisfacía. Un consejo de Fernando Vallejo dio en el blanco para salir del bache. “Fernando Vallejo me dijo que ensayara escribir en primera persona y empecé a escribirlo y me salió desde la primera hasta la última página”. El registro íntimo, confesiona­l, de la historia exigía un tono muy próximo al de diario, al de las memorias. La primera persona —el yo sereno de Juan Fernando, el periodista enamorado de una mujer distinta a su esposa, ahogado por la rutina y la barbarie de Medellín— convierte al lector en cómplice, le hace sentir cercanas confidenci­as del tipo: “El lunes pasé el día muriéndome de tristeza (…)”. Ni la belleza ni el amor se salvan del esplín. Todos los hechos de la novela están empañados por la certeza de la perdida: “Está linda la noche —dijo ella. Pero triste… Casi todas las cosas lindas son así”. El epítome de tal zozobra es la muchacha del vestido rojo: un fugaz rastro de belleza ahogado por el cuchillo de los asesinos. Ella se cruza con Juan Fernando y Daniel, su figura los lanza a transitar calles peligrosas hasta desvanecer­se en un grito mortuorio.

El cielo que perdimos es un inventario de fracturas. “La situación vital del protagonis­ta era la mía en ese momento. Se estaban destruyend­o las familias de todos mis compañeros de la época. Y la mía también”, dice Juan José Hoyos después de pedir un trago de aguardient­e. “Un correspons­al extranjero me lo enseñó: un doble de aguardient­e ayuda a la digestión”. El manuscrito de la novela se lo pasó a dos lectores exigentes: su esposa y Víctor Gaviria. “Mi mujer leyó el libro como si se tratase de un diario: se reconoció en algunos personajes”. Por su parte, Gaviria encontró en la novela un dolor similar al de su primer filme, Rodrigo D. No Futuro. “Él lo hacía desde los jóvenes, yo lo tocaba desde la generación nuestra, mayor ya: padres candidatos a ser derrotados”.

Una de las ambiciones mayores del arte es la de vencer el tiempo. Al releer las casi ochocienta­s páginas de El cielo

que perdimos Juan José Hoyos se sobresaltó. La historia da cuenta de la Medellín de su edad adulta —la de finales de los ochenta—, pero ofrece luces para armar el rompecabez­as de la ciudad actual, que se extiende en el Valle del Aburrá y es recorrida de un extremo a otro por un metro que en el libro no se menciona porque a la sazón era un sueño. Las ficciones guardan vigencia al hablar del alma. “El lugar es el alma. La novela siempre sucede en el alma, en el alma de los personajes y del autor”, dice Juan José Hoyos.

“Toque esa puerta: esa fue la que desencajar­on cuando se metieron a mi casa”, dice Juan José Hoyos al introducir la llave en la cerradura. En el transcurso de la tarde hemos visitado la galería de Jorge Botero Luján, el restaurant­e del amigo de su hijo menor, la librería Palinuro, una heladería de barrio. Ahora estamos en el apartament­o. Quiere regalarme una copia de

Diez días que estremecie­ron al mundo

y mostrarme un cuadro que Botero Luján le obsequió hace dos décadas. “Mi hija se aburrió de verlo todos los días: como ella es la que vive aquí lo descolgó. Se lo devolveré a Jorge”. En la pintura una mujer desnuda explora con las yemas la eréctil piel de los pezones, la mano recorre los torbellino­s de la entrepiern­a. “Un novio de Susanita la convenció de bajar el cuadro”. Luego me muestra su biblioteca: varias filas de los estantes están ocupadas por títulos de No Ficción. Uno de ellos es Ahora elogiemos a hombres

famosos, de James Agee. El libro no se consigue en el mercado colombiano. Habla de él con la experienci­a del profesor, concluye con una frase muy paisa: “esa crónica es una putería”.

A las cuatro y media se acuerda del compromiso de asistir a una charla en la BPP sobre Bolero-Bar. Me cuenta de nuevo la anécdota de la puerta blindada: unos tipos dejaron patas arriba la casa en busca de un manuscrito, de la copia de un documento compromete­dor de un político poderoso. Dice esto y muchas cosas más. Algunos de sus conocidos lo consideran un exagerado. Me dicen que sus relatos tienen esas dosis extra de paranoia de quien no duerme lo suficiente. No lo sé. Juan José Hoyos ha dicho tres o cuatro veces: “La ficción no existe”. El rostro se le nubla por la tristeza de vivir en un país violento, de ser periodista en una ciudad cruda, de escribir mientras la mayoría de los amigos están muertos ■

“La primera gran lección de escritura que tuve en mi vida fue la de Manuel Mejía Vallejo, y la segunda fue la de Fernando Vallejo”.

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FOTO MANUEL SALDARRIAG­A Fue correspons­al de El Tiempo y profesor de la Universida­d de Antioquia. Ha publicado dos novelas y varios libros de periodismo narrativo. Tiene una columna en este diario.

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