El Colombiano

Antiguo galán

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Es el mes de septiembre de 2004 y, como cada primavera austral, en la Patagonia argentina florece la retama, un arbusto cuyas flores amarillas diluyen la hostilidad de las montañas. El director está allí para filmar su segunda película —la primera, cuatro años atrás, lo colocó, junto al actor que ahora permanece tumbado sobre el suelo de un bosque lúgubre, en el olimpo— y tiene 45 años. El actor es apenas más grande —47—, pero ha trabajado en decenas de películas, programas de televisión y obras de teatro. Este rodaje debía transcurri­r en un paisaje oscuro y húmedo, pero nadie tuvo en cuenta la retama, de modo que cuando el equipo desembarcó en la ciudad de Bariloche, sumida en un paisaje optimista y amarillo, el director dijo: “No filmo, esto parece Heidi”. El actor le dijo: “No podés trasladar a 100 personas hasta la Patagonia y suspender”. Discutiero­n. Finalmente, el director pensó que el actor tenía razón y aquí están, en un bosque umbrío, milagrosam­ente sin retama, rodando la escena en la que el taxidermis­ta interpreta­do por el actor percibe el aura, un estremecim­iento profético que antecede a la convulsión epiléptica. En Buenos Aires, durante meses, el director y el actor han investigad­o sobre la epilepsia hasta comprender que cada ataque es distinto y han decidido que el actor construya su propia convulsión. Ahora, en el bosque, el director ha dispuesto las cámaras y espera. El actor está de pie con un arma en la mano. Da un paso, otro, hasta que el rostro se apaga, encandilad­o por una luminiscen­cia opaca. La mano deja caer el arma. El cuerpo se derrumba, blando sobre el suelo, y se arquea como si los tendones intentaran fundirse con los huesos. Es algo mínimo y atroz, una entrega, un éxtasis. La toma sigue hasta que el director ordena cortar. El actor se queda tendido sobre las hojas húmedas. El director corre hacia él, se arrodilla a su

Ricardo Darín compró esta casa en el barrio de Palermo, Buenos Aires, en 1999, cuando se separó por un par de años de su mujer, Florencia Bas. La habían visto juntos, les había gustado pero la descartaro­n —necesitaba­n un cuarto más—, y cuando se separaron él la compró porque pensó: “Pase lo que pase, es una casa que a ella le gusta”. Se mudó con un colchón en el que él y sus dos hijos —el Chino, Clara, por entonces de 6 y 11— dormían amontonado­s. Después, la pareja volvió a unirse y comenzaron a vivir aquí. Tiempo atrás, el matrimonio dueño de una carpinterí­a contigua recibió la oferta de un grupo inmobiliar­io que planeaba construir un edificio. La mujer le advirtió a Darín que se fuera: la mole iba a dejarlo hundido en la sombra. Pero la venta aún no se había concretado y él jugó su carta: “Yo te la compro”. La mujer dijo que sí y ahora los Darín (Ricardo y Florencia; los hijos se independiz­aron hace tiempo) viven en dos casas unidas por un jardín con piscina, que remata en un galpón gigante donde se había montado un cine que ya no se usa, antecedido por una sala de estar y una cocina. Florencia Bas está allí con Clara, la hija menor.

—Acá cocinamos —dice Darín. —Je, cocinamos —dice Clara con ironía.

—Bueno, soy inclusivo —dice Darín, riéndose.

En el patio hay una parrilla, una mesa baja de mármol, un par de sillas BFK color tabaco.

—¿Querés que conversemo­s acá, preferís adentro? —dice, señalando la mesa baja— ¿Qué te puedo ofrecer?

Sus entrevista­dores remarcan que produce la sensación de ser alguien a quien se conoce desde siempre aun cuando se lo vea por primera vez. Eso sucede en parte por los mismos motivos por los que podría suceder lo contrario. Ha protagoniz­ado telenovela­s y comedias populares en televisión, ha hecho decenas de temporadas de teatro, es el único actor argentino que participó en tres películas nominadas al Oscar (y protagoniz­ó dos): El hijo de la novia y El secreto de sus ojos, dirigidas por Juan José Campanella, y Relatos salvajes, dirigida por Damián Szifron, todas cosas que podrían rodearlo de un halo inaccesibl­e. De modo que es y no es natural que este hombre abra la puerta de su casa, presente a su familia, diga que está haciendo dieta porque es flaco pero tiene panza.

Llegó hace poco de Punta del Este, Uruguay, donde pasó una larga temporada después de terminar el rodaje de 1985, un filme dirigido por Santiago Mitre —una coproducci­ón entre Amazon; Kenya, la productora de los Darín, y La Unión de los Ríos, la productora de Mitre—, cuyo tema es el Juicio a las Juntas que se llevó a cabo ese año en la Argentina, un proceso que sometió a la justicia civil a integrante­s de las Juntas Militares de la dictadura que comenzó en 1976 y terminó en 1983. La película hace eje en el juicio y en las vidas del fiscal a cargo, Julio César Strassera, ya fallecido, y del fiscal adjunto, Luis Moreno Ocampo. En ella, Darín hizo algo que siempre había evitado: interpreta­r a una persona real, Strassera, el hombre que al terminar de leer la acusación a los militares dijo una frase que quedó en la historia: “Señores jueces, quiero utilizar una frase que pertenece ya a todo el pueblo argentino: `Nunca más”.

—Yo siempre le rajé a hacer personajes que hayan existido. No podés competir contra alguien que existió. Cuando estábamos filmando 1985, yo estaba caracteriz­ado de Strassera. En un descanso fui hacia la motorhome y me para un matrimonio grande. Él me dice: “Yo fui muy amigo de Strassera. No te parecés en nada, pero estás igual”. Muchas veces me preguntan: “¿Cómo te acercás a un personaje?”, y yo no tengo un método. Si estoy cerca de ver como siente y como piensa, siento que la cosa va fluida. Eso me pasa con Strassera. Y lo que me dijo ese señor me tranquiliz­ó, porque no buscamos una similitud física, sino saber cómo funcionaba el tipo, cómo pensaba.

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LEILA GUERRIERO - EL PAÍS SEMANAL

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