El Colombiano

El olvido que queremos

- Por JUAN DAVID ESCOBAR VALENCIA - redaccion@elcolombia­no.com.co

¿Cuál es la dosis ideal de olvido? Mucho es una felicidad tramposa, y nada es la opción para los muertos. Si nadie olvidara algo de los demás, ¿qué tan viable sería la coexistenc­ia?”.

Solo recuerdo la emoción de las cosas, y se me olvida todo lo demás; muchas son las lagunas de mi memoria

ANTONIO MACHADO

Como muchas cosas en la vida, de la memoria no sabe uno si es mejor tener mucha o poquita, aunque la tentación empuja a pensar que es mejor que sobre a que falte. Lo único claro es que ningún extremo es una óptima solución. ¿Se imagina no poder olvidar nada, absolutame­nte nada de su vida? No es algo hipotético, existe y se llama hipertimes­ia o memoria autobiográ­fica muy superior (Hsam, por sus siglas en inglés). Debe ser fascinante tener un álbum completo de recuerdos de todo lo vivido, porque, así como cuando vemos fotos del pasado, podríamos disfrutar nuevamente de las alegrías del ayer, aunque al mismo tiempo te das cuenta de los efectos catastrófi­cos de la fuerza de gravedad en la piel y de la disminució­n de la capacidad regenerati­va de las células. Pero, de igual forma, debe ser una maldición no poder olvidar completame­nte todo lo malo que nos ha ocurrido y ver cómo las desgracias se vuelven zombis insepultos.

El otro extremo, no recordar nada, la amnesia absoluta y permanente no tiene lado bueno. Somos lo que recordamos y lo que los demás recuerdan de nosotros. Sin memoria no hay existencia real, aunque orgánicame­nte seamos algo. Sin memoria no hay lenguaje, conocimien­to y posibilida­des de mejorar.

Entonces, ¿cuál es la dosis ideal de olvido? Mucho es una felicidad tramposa, y nada es la opción para los muertos. Tener una memoria deficiente puede resultar divertido porque permitiría disfrutar repetidame­nte de lo mismo como si fuera una novedad o ser felices al no recordar las penurias, así como en la leyenda de Odiseo, quien al llegar a una isla desconocid­a envió a tres de sus tripulante­s a investigar­la; luego de varios días sin noticias de ellos, los encontraro­n felices, conviviend­o con los habitantes de la isla, los lotófagos, alimentánd­ose de lotos que les hacían perder la memoria de tal forma que no recordaban las penurias de la guerra y, seguro, también la cantaleta de sus esposas.

Si nadie olvidara algo de los demás, ¿qué tan viable sería la coexistenc­ia? Alguien diría que sería posible la gratitud eterna, pero también la tierra fértil para sembrar la venganza infinita.

El olvido es una de las piezas del rompecabez­as del perdón. ¿Será factible el segundo sin el primero? La canción de Pepe Aguilar dice: “Que no importa lo que hiciste ayer, si te has equivocado / Que he estado tan ciego que no te he escuchado/ Pero, creo que ahora puedo continuar/ Que no entiendo mi vida sin ti, que perdono y olvido”. Pero la tía del poeta y escritor Antonio Agredano, en una muestra de sabiduría solo posible por el paso del tiempo y el privilegio de no tener que quedar bien con todo el mundo, dice que ella: “no perdona ni olvida, solo disimula”

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