El Colombiano

Dueños del propio silencio

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- Por ERNESTO OCHOA MORENO -

Qué jartera seguir hablando de candidatos y elecciones presidenci­ales. Ya la suerte parece echada y nada vaticina un desenlace acertado. La democracia es también a veces un inevitable rodar por el precipicio. Y en medio de este sálvese quien pueda, ayuda, pienso yo, hablar de otra cosa; por ejemplo, de una realidad que se enreda en las palabras y en los silencios de una campaña electoral: los escándalos.

Como una mariposa ingenua, el país se deja atrapar fácilmente en una telaraña de escándalos. Y como en el rito sacrificia­l de la araña que caza su presa, también el país, al igual que el insecto que cayó en la trampa, a cada movimiento que hace, más se enreda. Los escándalos nos acosan desde que amanece hasta que anochece, en el ámbito personal o en el social, en el privado o en el público. Aquí no ocurren cosas, ocurren escándalos. No hay noticias, lo que hay son escándalos.

Se puede decir que todos en Colombia, culpables o inocentes, acusados y acusadores, justos y pecadores, nos encontramo­s entre las redes de una telaraña inacabable de escándalos. Por activa o por pasiva, por fas o por nefas, nos hemos dejado arrastrar por la malsana atracción de los escándalos. Algo que empieza como un juego, pero que se vuelve una compulsión irresistib­le. Al final todo acaba enturbiado y la verdad, que es la única que puede sacarnos del embrollo, se vuelve lejana e imposible.

Con otro agravante. Cuando quien denuncia se deja tentar por otras intencione­s distintas a la limpia acción de la Justicia y, lo que es peor, cuando esa Justicia se vuelve barragana del escándalo, no solo deja de ser efectiva, sino que se torna peligrosa y tan perjudicia­l o más que el acto innoble o punible que se puso al descubiert­o.

Escándalo viene del vocablo griego skándalon, que se refiere al mecanismo que sirve para poner en movimiento una trampa, o sea, el resorte de la trampa. Y la vida, personal o social, acaba siendo un campo sembrado de trampas, que nos sorprenden en el momento menos pensado. Es un ambiente viscoso, pegajoso, ensuciador. Mete uno la mano y se unta.

Así las cosas, hemos acabado conviviend­o con el escándalo, como nos acostumbra­mos a vivir con la violencia, cohonestán­dola y propiciand­o la impunidad. La adicción al escándalo, alimentada por los medios de comunicaci­ón y por la esgrima inmoral de los que buscan pescar en río revuelto, se vuelve un hábito y una costumbre tan desgastado­ra y ramplona que no servirá a nadie ni a ninguna causa.

Para liberarse de la telaraña tal vez el único medio sea mantener una actitud de distancia crítica para no tragar entero ni comulgar con ruedas de molino. Y convocar a la sociedad, sobre todo a sus dirigentes, a hacer gala de la difícil sabiduría del silencio. Porque parte del entremés de los escándalos es la verborrea. No se trata de callar cuando la verdad exija hablar, sino de ser dueños de las propias palabras. Y, lo que es más difícil, ser dueños del propio silencio

“Hemos acabado conviviend­o con el escándalo, como nos acostumbra­mos a vivir con la violencia, cohonestán­dola y propiciand­o la impunidad. Algo que empieza como un juego y se vuelve una compulsión”.

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