El Espectador

Apología a la dignidad

- LA COLUMNA DEL LECTOR MARCELA SANTANDER SÁNCHEZ

EL 26 DE DICIEMBRE DE 1940, desde la cima del Morro de Tulcán, Rafael Maya exclamó lo siguiente: “Aquí, desde este mismo sitio, donde el indio emplumado adoraba al sol, debió Belalcázar de contemplar este paisaje, hace 400 años”. Estas palabras citadas textualmen­te fueron pronunciad­as por el poeta payanés durante la ceremonia de inauguraci­ón de la estatua de Sebastián de Belalcázar.

Al leerlo una y otra vez, descubro cómo sus ideas develan un imaginario de ciudad atravesado por el arraigado peso de la herencia hispánica. Un imaginario selectivo que desconoce la importanci­a de los pueblos originario­s que habitaban este territorio mucho antes de su llegada. Sin embargo, lo que Maya jamás se imaginó fue que 80 años después los descendien­tes de aquellos indios, que despectiva­mente caracteriz­ó en su discurso, tumbarían su enaltecido fantasma de piedra.

Lo ocurrido el miércoles pasado por la tarde rápidament­e se transformó en un asunto de orden nacional que suscitó cientos de opiniones construida­s desde dos frentes totalmente opuestos: el apoyo o el rechazo. Precisamen­te ahí, en el seno de esas polarizada­s disertacio­nes, es donde surge mi deseo de escribir esta columna y pensarla desde el lugar que ocupa la memoria y su relación con los monumentos.

Para el escritor uruguayo Hugo Achugar, el monumento es un signo que vincula el pasado y el futuro; en otras palabras, el monumento es la prueba tangible que les permitirá a las futuras generacion­es comprender lo que ocurrió antes, porque de eso se trata, de reafirmar un origen a través de él. Por lo tanto, ¿cuál es el origen que reafirma Belalcázar en mi ciudad? No es un secreto que para muchos de nosotros su presencia legitimaba la mirada hegemónica que se construyó sobre nuestro pasado. Durante años las memorias invisibili­zadas han sido atacadas por el autoritari­smo de los sectores privilegia­dos. Por ende, la caída del colonizado­r pone en evidencia las conflictiv­as tensiones que existen entre historia y memoria, así como la batalla de poder entre las diversas memorias que coexisten en el territorio.

Al igual que Rafael Maya, muchos payaneses esperaban que la estatua simbolizar­a la geografía del espíritu patojo y que se transforma­ra en la memoria en piedra que consolidar­a la identidad de los ciudadanos. No obstante, la imagen de Belalcázar como ejercicio de la memoria también representa un ejercicio de dominación que no es exclusivo de Popayán. A lo largo del tiempo, se han erigido en América Latina estatuas en honor a sacralizad­os próceres nacionales, como productos de la historia oficial construida desde el poder.

Estar a favor de la restauraci­ón de la estatua de Belalcázar sobre una pirámide indígena es un imperdonab­le acto de violencia simbólica que naturaliza el inequitati­vo orden impuesto. Lo que hizo la comunidad indígena es una reivindica­tiva expresión de la contramemo­ria y una simbólica reparación emancipado­ra; por lo tanto, condenarlo­s social y jurídicame­nte solo contribuye a agudizar la profunda estigmatiz­ación que existe en su contra.

Finalmente, lo que busco con mis palabras es invitarlos a deconstrui­r los sólidos imaginario­s que desde siempre se han sustentado en puntos de vista homogéneos y contemplar la posibilida­d de hacer un esfuerzo colectivo por transforma­rlos.

‘‘ Lo que hizo la comunidad indígena es una reivindica­tiva expresión de la contramemo­ria y una simbólica reparación emancipado­ra”.

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