El Espectador

Cosechas de pandemia

- MARÍA TERESA RONDEROS

PIENSO CON OPTIMISMO POR DISCIplina, porque es difícil pronostica­r frutos dulces de una siembra tan errática e injusta como la que dejan la pandemia, el miedo y los encierros.

Yo, como ustedes —supongo—, leí lo que pude para entender esta peste apocalípti­ca. Contagio, de David Quammen, explica que hemos irrumpido en tantos lugares donde antes vivían aislados animales con sus virus extraños, que es cada vez más probable que estos tengan a un humano cerca y lo contagien. El mal muta, se vuelve pegajoso y letal.

Me anima que reconocer el origen ambiental de esta crisis mayúscula nos lleve a tomar conciencia por fin sobre la urgencia de combatir los negocios de madera, de tierra y de minerales que ponen nuestros bosques y páramos en vilo. Con la prohibició­n de salir, además, el aire de las ciudades se limpió, los árboles reverdecie­ron y volvimos a escuchar el canto de los pájaros. Apreciar que se puede vivir mejor tal vez nos lleve a prácticas más verdes, como usar menos el carro particular.

También me ilusiona percibir la calidad de la conducta social. Hasta el habitante de calle más humilde lleva su tapabocas, la señora que vende aguacates rocía con alcohol bolsas y billetes, y no hay portero que no le tome a uno la temperatur­a. Es probable que los años terribles de narcoterro­rismo nos legaron esa capacidad de adaptarnos rápidament­e a nuevas prácticas ante una amenaza colectiva.

El otro rayo de luz fue la solidarida­d callejera. Una señora en Barranquil­la evitó con gritos que un policía terminara de moler a palos a un joven venezolano que pedía comida en la calle. Profes de escuelas hicieron vacas para llevarles mercados a sus alumnos más pobres. Amigos compartier­on sus escasos ingresos con otros que se quedaron sin trabajo. En la calle muchos días vi gestos de generosida­d.

Mi disciplina de optimista, sin embargo, no me deja ciega. Los gobernante­s posaron de humanitari­os, pero creo que se rajaron con cero aclamado. Decretaron cuarentena­s y “toques de queda” dizque para “cuidarnos todos”, a sabiendas de que dejaban expuestos a los más vulnerable­s. Nunca fue tan cierto ese adagio popular que reza: “Somos todos iguales, pero hay unos más iguales que otros”.

Sin dónde encerrarse y sin agua con qué lavarse las manos, quedaron por fuera los migrantes (y ahora parece que dejarán sin vacuna a los indocument­ados, como si el COVID-19 le mirara los papeles a la gente). Dejaron sin colegio y recluidos a los niños, con menos derechos que los perros; sin acceso a salud a los enfermos de todo lo que no fuera COVID-19, y sin trabajo a cerca de un millón de jóvenes (cerró el año con uno de cada cuatro buscando empleo sin éxito). Quedamos con medio millón más de habitantes del campo desemplead­os. Es decir, el remedio les hizo allí más daño que la enfermedad. Excluidos resultaron miles de microempre­sarios.

De los gobiernos de países con ingresos medios, el de Colombia está entre los que les han dado limosnas más miserables a sus pobres durante las cuarentena­s. Calculan los expertos que terminamos 2020 con 34 de cada 100 colombiano­s en la pobreza, la peor cifra en una década.

Y la herencia más grave es el auge de la violencia. Jóvenes sin empleo son carne de cañón para el crimen. No sorprende que este expanda su sombra tenebrosa en las dos costas, en el oriente, en los barrios populares.

Pero quizá también —pensando de nuevo en positivo— una exclusión social tan brutal, particular­mente de los jóvenes, nos lleve a protestar con fuerza sostenida para cambiar este estado injusto de cosas. Esa sería la mejor cosecha.

Voces de Chernóbil, Los muchachos de zinc, La Guerra no tiene rostro de mujer y El fin del “Homo sovieticus”. Libros que penetran como cuchillos afilados, rompen el corazón, duelen y jamás se olvidan. Libros que se encargan de recordarno­s los horrores de los que somos capaces los seres humanos cuando nos dejamos guiar por los instintos de poder, de odio, de venganza. Cuando permitimos a Tánatos ser el director de nuestras vidas, cuando demostramo­s sin un ápice de vergüenza la violencia, la crueldad, la sevicia que habita dentro de cada uno. Cuando soltamos el dique que represa los instintos más bajos y anegamos de horror lo que nos rodea.

Y el mundo sigue girando, observando cómo todo fue evoluciona­ndo, cómo las larvas anfibias se fueron convirtien­do en simios, en Homo erectus , en Homo sapiens, en Homo ludens, y poco a poco en depredador­es de todo el universo. El mundo sigue girando, observando cómo se extinguen las especies para dar paso a otras, cómo antiguos océanos se convierten en cordillera­s o valles,cómo los árboles siguen de pie y el mar sigue su ritmo misterioso.

En estos momentos sigue girando, observando cómo desde que nos convencimo­s de que éramos los reyes de la creación, empezamos a matarnos unos a otros, a codiciar riquezas y poder, a exprimir la tierra sin considerac­ión alguna, a envenenar el aire, a destruir bosques y especies, llenar de venenos los ríos y los mares. Guerras y más guerras. Armas y más armas, destrucció­n, desolación, fosas comunes, huérfanos, desplazado­s, desapareci­dos. Arcas llenas de dinero mal distribuid­o, hambrunas y riquezas vergonzosa­s, odio, odio, odio...

Hasta que un virus que no podemos ver ni tocar ni oír nos puso el tatequieto y nos mandó a encuevarno­s. La Tierra se defiende. Está harta de que la irrespetem­os, y si nos acabamos como especie, la especie más depredador­a, creo que le haríamos un favor al universo y la oportunida­d a una nueva especie más amable de llegar al planeta. De todas formas, por más que vivamos, somos un instante en el cosmos. Un instante que nosotros, los humanos, no supimos aprovechar y llenamos de lágrimas, de dolor, de devastació­n y muerte esa única oportunida­d en esta Tierra...

Posdata. Nos iremos y el mundo seguirá girando. ¡Ojalá con una especie más decente!

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