El Espectador

Ruedas sueltas contra la corrupción

- PABLO FELIPE ROBLEDO

EL PRINCIPAL PROBLEMA DE COlombia es la corrupción. Así lo entendemos todos. Lo entienden quienes están convencido­s de que el robo de recursos públicos hace que no podamos avanzar para vivir en un mejor país. Lo entienden también quienes, con buen criterio, simplifica­n la idea para concluir que si lo público es sagrado, por pertenecer a todos, nadie puede apropiárse­lo para sí. Más sencillo todavía: lo gritan todas las encuestas ciudadanas. Y más compromete­dor aún: lo expresaron recienteme­nte casi 12 millones de colombiano­s en las urnas.

Cada acto de corrupción nos deja menos de algo: menos justicia, menos educación, menos infraestru­ctura, menos bienestar, etc. En el país no tenemos lo que necesitamo­s por cuenta de los corruptos, son los enemigos públicos a vencer. Y en esto nos hemos equivocado. Lo sabemos, pero nos hacemos los locos o los indiferent­es, que es peor.

Gran parte de la clase dirigente política, empresaria­l y social sigue siendo tolerante o indiferent­e hacia la corrupción. Los corruptos se pasean por todas partes, incluso por las portadas de los periódicos y revistas, reciben premios, reconocimi­entos y hasta admiración social. Se venera y se respeta al que nos castra la posibilida­d de parecernos al primer mundo y nos condena al subdesarro­llo.

Increíble pero cierto. Se admira al “caballero de industria” con nexos con el narcotráfi­co que se convierte en benefactor de todo usando la misma plata que se roba de las licitacion­es, se admira a quien se hizo poderoso lavando dinero para los carteles de la droga y se admira al que tiene fortuna sin importar cómo, cuándo y dónde la consiguió.

Los poderosos involucrad­os en casos de corrupción son tratados diferente. Sus investigac­iones se dejan prescribir para congraciar­se con ellos; son castigados de manera benevolent­e; las noticias sobre sus casos son manejadas de forma silenciosa por algunos medios, que temen represalia­s publicitar­ias o no quieren cerrar puertas; sus sanciones son comunicada­s de manera diferente a como se anuncian cuando las autoridade­s quieren hacer show para “mostrar algo de gestión”; los condenan el Jueves Santo o los absuelven el día antes de dejar el puesto.

Por esa razón, la culpa es también institucio­nal. Se elige o designa para combatir la corrupción al mejor amigo del presidente, o a quien en el pasado ha trabajado en el Gobierno o con las personas que después debe investigar, y lo hace sin declararse impedido, a pesar de haber recibido multimillo­narios sueldos. Algunos dirán que esto no tiene ningún problema, pero yo creo lo contrario; así no es, así no se combate a los corruptos. Así se hace política con la corrupción, pero no política pública contra la corrupción.

El país debe entender que la corrupción se combate de forma eficaz nombrando en los cargos que deben liderar esa batalla a gladiadore­s dispuestos a inmolarse, dispuestos a combatir a los inescrupul­osos que creen que lo público es privado, dispuestos a sancionar a los poderosos de forma más enérgica que benevolent­e —pues esa condición de poder no es un privilegio sino una carga— y dispuestos a rendirle cuentas a la ciudadanía, pero sobre todo a su propia almohada.

Más triste que un corrupto es un funcionari­o temeroso, cómplice, timorato o arrodillad­o, al que le quedó grande el cargo que decidió ejercer, pues —parafrasea­ndo a Churchill— no lo asumió para ser útil sino importante. Es entonces cuando el funcionari­o encargado de investigar al corrupto se le parece.

Todo el mundo quiere que el fiscal, el contralor, el procurador y los superinten­dentes no sean unas ruedas sueltas. Y ese es el problema. Yo creo que sí deben ser unas ruedas sueltas contra la corrupción, pero pocos se atreven, pues le temen al propio sistema.

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