El Espectador

Los apóstatas de la democracia

- MAURICIO GARCÍA VILLEGAS

ESTA SEMANA SE POSESIONÓ, FINALmente, Joe Biden. Todo salió bien, no hubo atentados, ni desórdenes, con lo cual muchos sintieron, con Trump saliendo de la Casa Blanca, que una de las páginas más negras de la historia de los Estados Unidos había quedado atrás. La era Trump seguirá presente, eso sí, en la mente de los analistas, que intentarán explicar cómo fue posible que en el país más poderoso del mundo un charlatán estuviera a punto de acabar con la Constituci­ón, la verdad y la decencia.

Hay muchas hipótesis al respecto. Yo tengo la mía y se las voy a contar en la brevedad del espacio que me queda.

Auguste Comte, un pensador francés del siglo XIX, predijo que los países se volverían cada vez más seculares y que, a la postre, la gente dejaría de creer en dioses y religiones. Pero cuando ese momento llegue, decía, será necesario crear una “religión civil” que inculque los valores esenciales que la sociedad necesita para mantenerse unida. Comte se equivocó en aquello de la muerte de las religiones, al menos hasta el presente. Pero tuvo razón en esto: la fe se ha vuelto un asunto más íntimo y personal, con lo cual la idea de una religión civil que inculque los valores esenciales de la vida pública (tolerancia, disenso, respeto, legalidad, participac­ión, etc.) sigue siendo válida y es por eso que pensadores actuales como Martha Nussbaum la defienden.

¿Qué tiene que ver esto con mi hipótesis? Pues que Donald Trump, con su partido, se convirtió en un apóstata de esa religión civil. En lugar de defender la Constituci­ón, sus valores y su moral, gobernó para los suyos (los blancos racistas, los ricos, los evangélico­s y los ingenuos desencanta­dos de la política) y sobre todo para alimentar su ego de héroe fugaz de pantalla de la televisión. Los cuatro años que terminaron el miércoles pasado en los Estados Unidos no fueron testigos de una confrontac­ión política entre dos partidos polarizado­s, sino de un intento de captura ilegal de las institucio­nes, de su sentido y de sus valores (de su religión civil) por parte de un grupo de extremista­s liderados por un lunático y apoyados por un partido sin recato. En esos años, dice Paul Krugman, gobernó un partido radical y lo hizo contra el derecho, contra la democracia y contra la verdad. No es la primera vez que esto pasa en los Estados Unidos. Nuestra historia, dijo Biden en su discurso, ha sido una lucha constante entre el ideal de que todos somos iguales y la terrible realidad del racismo.

La posesión del miércoles pasado, con su cursilería de pastores y cantantes (así es los Estados Unidos) se entiende mejor como la celebració­n de la gran misa de esa religión civil después de que Trump estuviera a punto de destruirla.

Desafortun­adamente, esta página oscura de la historia de los Estados Unidos no se cierra tan fácilmente. Los setenta y cinco millones de personas que votaron por Trump no se han ido para ninguna parte y el mismo Trump, antes de tomar el avión presidenci­al, se dirigió a sus electores para decirles que volverá.

De todo esto quedan lecciones importante­s y una de ellas es que las democracia­s también mueren, que la justicia no siempre triunfa, que la legitimida­d política va más allá de los resultados electorale­s, que los bienes públicos hay que defenderlo­s, que la educación y la cultura ciudadana son importante­s y que, en las democracia­s, siempre hay que estar vigilantes con los apóstatas de la religión civil.

‘‘Esta página oscura de la historia de los Estados Unidos no se cierra tan fácilmente”.

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