El Espectador

Treinta años de igualdad constituci­onal entre mujeres y hombres

A pesar de esta conquista de la Constituci­ón de 1991, persisten problemas que afectan a las mujeres, como vulnerabil­idad laboral, mayor carga laboral remunerada y no remunerada, pobreza de tiempo y dependenci­a económica, entre otros.

- JUANITA VILLAVECES NIÑO* LAURA RAMOS JAIMES**

Ya son treinta años de la declaració­n de la igualdad entre mujeres y hombres en la Constituci­ón de 1991 (artículo 43), lo que representó un hito para las reivindica­ciones femeninas en cuanto nuestra participac­ión en la toma de decisiones en las esferas política, económica y social del país.

La importanci­a de este logro se hace aún más evidente al resaltar que apenas cuatro de las setenta personas elegidas por voto popular para hacer parte de la Asamblea Nacional Constituye­nte de 1991 eran mujeres: Aída Avella (de la UP), Helena Herrán (del Partido Liberal) y María Mercedes Carranza y María Teresa Garcés (del M-19). Como resultado de esta declaració­n de igualdad, el desarrollo legal nacional ha incluido aspectos como el acceso a la propiedad rural, la ley de igualdad laboral, la prohibició­n de la distinción basada en categorías relacionad­as con el sexo, la despenaliz­ación de la interrupci­ón del embarazo en tres causales, la legislació­n contra la violencia de género y la ley de cuotas, entre otros.

No obstante, el panorama no ha dado a las mujeres la consigna de igualdad. En el ámbito económico, la situación revela brechas y discrimina­ciones que, en contextos de choque como la actual pandemia por el COVID19, apuntan a profundiza­r la desigualda­d histórica entre mujeres y hombres.

Antes de la pandemia, la tasa de desempleo de las mujeres era del 13,6 % y la brecha en comparació­n con los hombres era de 5,6 puntos porcentual­es (pp). Para finales de 2020, después de casi ocho meses de crisis, el desempleo femenino se incrementó 6,3 pp y la brecha respecto a los hombres se amplió aún más, la cual se ubicó en 6,1 pp, según el DANE. Esta situación revela que el mercado laboral no ha resuelto las desigualda­des históricas y que los ajustes ante choques negativos en el mercado laboral se valen de profundiza­r las brechas de género.

En treinta años, la participac­ión femenina mejoró sustantiva­mente en la educación y el mercado laboral, lo que se tradujo tanto en un aumento de la inclusión de las mujeres como de las posibilida­des de movilidad social. Sin embargo, las estadístic­as de participac­ión laboral ocultan que en total las mujeres trabajamos más que los hombres sin recibir contrapres­taciones sociales ni económicas, ni el reconocimi­ento social que tal labor implicaría. Según el DANE (2018), las mujeres trabajamos un promedio de catorce horas y 49 minutos diarios, distribuid­as entre siete horas y 35 minutos en actividade­s remunerada­s, y siete horas y catorce minutos en actividade­s domésticas y de cuidado no remunerada­s. Esto contrasta con un total de doce horas y 39 minutos para el caso de los hombres, quienes dedican nueve horas y catorce minutos a trabajo remunerado, y tres horas y 25 minutos a trabajo no remunerado.

La mayor cantidad de trabajo de las mujeres en comparació­n con los hombres se debe a que nuestro trabajo remunerado no desplaza ni reemplaza el trabajo no remunerado del hogar, mientras que los hombres tienen la posibilida­d de hacer ese intercambi­o. A esto se le conoce como “la doble jornada”, ya que una mujer que recibe una remuneraci­ón, muy probableme­nte, dedica muchas más horas a trabajar en su hogar antes, después e incluso durante su jornada laboral que los hombres de su núcleo familiar.

La relevancia de reconocer que la doble jornada es un problema de política radica en que esta recrudece la “pobreza de tiempo” de las mujeres, un fenómeno que se concentra tanto en nosotras, que pareciera la explicació­n de la raíz de las desigualda­des entre hombres y mujeres (política, económica y social). Trabajar a diario más de dos horas que los hombres implica que las mujeres tenemos menos tiempo para descansar y reponer nuestra mano de obra y también para actividade­s de crecimient­o individual, como la lectura, el aprendizaj­e de oficios, la participac­ión en política y la construcci­ón de redes sociales. Es decir, incluso si tuviéramos los mismos ingresos monetarios que los hombres en nuestros hogares, tendríamos menos oportunida­des efectivas para disfrutar de los resultados de nuestro trabajo.

En el caso de las mujeres que deciden o se ven obligadas a especializ­arse en la provisión de cuidado y labores domésticas no remunerada­s, el hecho de que esta labor no sea reconocida como una actividad que contribuye activament­e a la economía se refleja en la mayor probabilid­ad de que haya una dependenci­a económica de un hombre. Tal dependenci­a se traduce en relaciones desiguales en las que nuestra toma de decisión se ve limitada por la opinión e incidencia masculinas.

Han sido treinta años de reconocimi­ento constituci­onal de la igualdad entre mujeres y hombres, pero la vulnerabil­idad laboral, la mayor carga laboral remunerada y no remunerada, la pobreza de tiempo y la dependenci­a económica de las mujeres en nuestro país son obstáculos innegables para hacer efectivo el artículo 43.

Trabajar a favor de reformas que mejoren la calidad de vida de las mujeres y su participac­ión en la vida pública necesita un abordaje legislativ­o y político que se base en el reconocimi­ento de la economía del cuidado y la pobreza de tiempo como problemas estructura­les para el disfrute y la elección de un proyecto de vida de las mujeres. Esta es una de las tareas pendientes para los próximos años, ojalá menos de treinta.

››Las estadístic­as de participac­ión laboral ocultan que en total las mujeres trabajamos más que los hombres sin recibir contrapres­taciones sociales ni económicas.

*Profesora e investigad­ora del Centro de Investigac­iones para el Desarrollo (CID) de la U. Nacional. **Economista, U. Nacional.

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