El Espectador

Reformar o normalizar

- FRANCISCO GUTIÉRREZ SANÍN

ESTAMOS A CINCO AÑOS DE LA FIRMA del Acuerdo de Paz. Desde entonces, muchas cosas, grandes y chiquitas, me han sorprendid­o sobre nuestros esfuerzos y discursos pacifistas. Una de ellas fue la conclusión por parte de Víctor Manuel Moncayo según la cual nuestros conflictos armados se debían al capitalism­o.

Moncayo, exrector de la Universida­d Nacional, ha escrito muchas cosas valiosas e interesant­es, pero no creo que esta sea una de ellas (aunque advierto que cito de memoria). La proposició­n hace agua por todos los lados. Basta un minuto de reflexión para darse cuenta de que hay violencias sin capitalism­o y capitalism­os cuyas violencias son cuantitati­va y cualitativ­amente diferentes a las nuestras. Nueva Zelandia es tan capitalist­a como nosotros; en muchos sentidos, de hecho, más. Y con seguridad tiene enormes problemas. Pero son diferentes. Miren no más su política y/o su tasa de homicidios.

¿Con seguridad ese país es un estándar poco realista para que nos comparemos con él? Al fin y al cabo, tiene entre seis y siete veces más producto interno bruto per cápita que nosotros. De acuerdo, aunque entonces no saquemos pecho con la entrada a la OCDE y cosas semejantes. Pero si nos comparamos con nuestros vecinos, veremos que nuestro querido país aparece también aquí como el mal alumno de la clase en una materia fundamenta­l: el respeto a la vida. Aunque la tasa de homicidios se ha mantenido a la baja, seguimos siendo uno de los países más violentos de la región y, peor aún, mantenemos la justificac­ión de la violencia más extrema desde las alturas contra poblacione­s vulnerable­s que desde ciertos círculos son considerad­as “peligrosas” o “desechable­s”.

¿Por qué se puede mantener la infame guerra química (cuyo próximo capítulo con seguridad producirá muertos) contra el campesinad­o cocalero? Esas cosas no les pasan a nuestros vecinos Perú y Bolivia. Tampoco ocurren en el pobrísimo y aún invadido Afganistán (con un PIB per cápita entre diez y doce veces menor al nuestro). ¿Por qué el presidente puede callar, sin convertirs­e en un paria político y moral, sobre el grotesco y mortífero capítulo de los “falsos positivos”?

No busquen la respuesta a estas preguntas, que requieren de contestaci­ón urgente, en “el capitalism­o”. De hecho, hay ya toda una literatura académica de muy buena calidad acerca de “las variedades del capitalism­o”: este es un producto histórico que viene en muchas modalidade­s y empaques. Bueno: en nuestra variedad hay hechos y dinámicas que resultaría­n inconcebib­les en otras. Por eso estamos como estamos.

Eso nos debería alertar sobre nuestras capacidade­s de ajuste y cambio. A juzgar por los desenlaces, las capacidade­s reformista­s incluso de sectores políticos claramente bien intenciona­dos han resultado limitadísi­mas, ciertament­e mucho menores de lo que se necesita. Creo que a esto se refería Hirschman cuando hablaba de “fracasoman­ía”. No a señalar que hay cosas que salen mal, porque muchas lo hacen, sino a la necesidad, en algunos contextos, de negar todo el pasado y anunciar el apocalipsi­s para obtener resultados que en el fondo son más bien modestos y lógicos. ¿Será que logramos superar nuestras limitacion­es reformista­s en punto a defensa de la vida sin caer en la fracasoman­ía?

La guerra química y los mal llamados falsos positivos son aquí pruebas de fuego. A raíz de un valioso informe que sacó Noticias Caracol sobre estos últimos, varias figuras públicas a quienes aprecio como ciudadano manifestar­on su alarma. Ella me parece genuina. Pero, creo, también insuficien­te. ¿Qué harán? ¿Qué proponen? ¿Qué cambios necesitamo­s? Digo esto no para agredir —“trolear”, un verbo del nuevo ciberléxic­o que me encanta—, sino porque pienso que necesitamo­s promover un reformismo capaz de producir transforma­ciones que salven vidas.

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