Nefelibatas
SEGÚN GOOGLE, EL ORÁCULO DE nuestro tiempo, muchas personas descubrieron la palabra nefelibata en Epístola, un poema que Rubén Darío dedicó a la esposa de Leopoldo Lugones en 1907. Allí escribió:
“Que ando, nefelibata, por las nubes… Entiendo. / Que no soy hombre práctico en la vida… ¡Estupendo!”.
En Colombia la palabra fue empleada por León de Greiff en varios de sus poemas y por Alberto Lleras en algunas de sus columnas periodísticas y en Mi gente, su libro autobiográfico, al recordar que en su juventud él y su hermano Felipe eran “versificadores, recitadores, nefelibatas”.
El término está rodeado de un aire de misterio, entre otras cosas, porque no está claro su origen. En su columna de El Heraldo de Barranquilla donde responde “Lo que preguntan por ahí”, Enrique Dávila afirmó que puede venir del griego o el latín, de una combinación de ambos o del portugués, de donde pudo extraerlo el gran poeta nicaragüense durante su estancia en Europa como corresponsal de La Nación de Buenos Aires. El Diccionario de la Real Academia Española apoya la primera interpretación al decir que sus raíces están en las expresiones griegas nephele (nube) y bates (el que camina), cuyo sufijo tes se convirtió en ta al pasar al latín, como en idiota y pirata.
En todo caso, lejos estaban Darío, De Greiff y Lleras de imaginar hasta dónde llegaríamos en esta sociedad posmoderna y digital del siglo XXI, donde todos dependemos de una nube. En la nube están nuestros datos, capturados por los monstruos cibernéticos que gobiernan nuestras vidas cada vez que oprimimos una tecla del computador o un botón del celular. Allí se encuentran los libros y los periódicos, aunque los impresos todavía se resisten a desaparecer. Allí estamos obligados a acudir para realizar trámites ante el Estado, diligencias bancarias o consultas en alguna de las infinitas bases de datos donde están almacenados la vida y milagros de todos quienes han sido alguien en la historia de la humanidad.
No es fácil para un lector, sobre todo si lleva canas, habituarse a la idea de que los libros y los periódicos impresos están condenados a desaparecer. Tampoco, a la de que las librerías tienen los días contados. Toda la información sobre el tema —disponible, claro está, en la nube— indica que en Estados Unidos y el Reino Unido, donde el mercado digital está más desarrollado, los libros de este mercado no han superado a los editados en papel. Para muchos lectores, el atractivo del libro digital, por no ocupar espacio, ser más barato y estar disponible en cualquier momento, no compensa la pérdida del placer que proporcionan el tacto del papel, la belleza de la encuadernación y la ausencia del molesto brillo de la pantalla.
Con los periódicos ocurre algo parecido. Las ediciones digitales ganan cada día más espacio. Al escribir estas líneas no sé si aparecerán en el periódico impreso o en el digital. Preferiría verlas en el impreso, pues la comodidad de acceder al digital con un clic no reemplaza el gusto de abrir el diario al comenzar la mañana y pasar sus páginas a voluntad. A pesar de las proyecciones pesimistas de quienes niegan un futuro a la prensa escrita, lo más probable —y en todo caso deseable— es que las dos versiones coexistan.
Cuando nació el cine, se pensó que acabaría con el teatro. Cuando llegó la televisión, se creyó que desplazaría al cine y a la radio. Los videoclubes, las aplicaciones informáticas y las redes sociales amenazan a las salas de cine, los discos y los medios tradicionales, pero ninguno de ellos ha pasado a la historia. Al fin y al cabo, el mundo real todavía existe y los seres humanos continuamos actuando en él, aunque la tiránica inteligencia artificial nos prive cada día más de ejercer nuestras facultades a voluntad y nos esté convirtiendo a todos, sin remedio, en verdaderos nefelibatas.