En guardia
Volvieron las cuarentenas y los toques de queda en distintas regiones del país. ¿Para qué han servido los encierros en la lucha contra el COVID19? ¿Qué opinan los expertos colombianos y extranjeros? Hay respuestas a favor y en contra.
Tras un incremento de casos y una alta ocupación de las UCI, varias ciudades volvieron al confinamiento. Aunque es una medida que han tomado varios países, la decisión ha sido criticada con dureza por las graves consecuencias que dejó en 2020. ¿Por qué, entonces, volvimos a ellos?
Ninguna de las nueve personas con las que conversé para escribir este texto creen que hacer una cuarentena generalizada sea una buena idea. Hay muchos matices en sus respuestas, claro, pero el confinamiento, coinciden, tiene costos tremendamente altos y muestra que algo no se está haciendo bien. Es muy difícil describir qué es, pero Catalina González Uribe, doctora en Epidemiología y Salud Pública del University College London, usa una vieja metáfora para explicarlo: “El confinamiento es cruel porque genera desigualdades muy profundas. Si bien no es ideal, hay momentos en los que actúa como una olla pitadora: permite liberar aire caliente para que no explote”.
A lo que se refiere González Uribe es que en las últimas semanas esa “olla” se ha llenado de vapor. De registrar un poco más de 3.000 personas con el coronavirus a principios de marzo, el país detectó 12.464 el 8 de abril y 12.125 el viernes 9 de abril. El número de fallecidos también ha crecido y las unidades de cuidado intensivo empezaron a colapsar. Antioquia, con más del 90 % de ocupación, es uno de los casos más dramáticos. En la lista le siguen los departamentos de la costa Caribe y Bogotá.
Ante la ausencia de tratamientos, la forma de resolver este nuevo caos ha sido muy similar a la de agosto del año pasado: pico y cédula, toques de queda y cuarentenas generalizadas. La diferencia es que ya no estamos en 2020, cuando, como dice Andrés Vecino, médico e investigador de la U. Johns Hopkins (EE. UU.), había una gran incertidumbre, teníamos que prepararnos y un gran porcentaje de la población era susceptible de enfermarse. “Hoy tenemos vacunas —2’812.000 dosis aplicadas—, menos incertidumbre y un porcentaje de población infectada. Las reservas de paciencia y dinero también se han empezado a agotar”.
—Pero, entonces, ¿no sirve una cuarentena?
—No, ¡claro que sirve! Eso no está en duda, pero tendremos que tener una conversación sobre si compensan el costo que producen.
“No podemos negar que funciona para reducir contactos”, complementa Zulma Cucunubá, doctora en Epidemiología de Enfermedades Infecciosas del Imperial College de Londres, “pero tampoco podemos negar que es el último eslabón de una serie de medidas al que nadie quiere llegar”.
Hablar de eficacia de las cuarentenas es controversial. Pone en un lugar difícil a quienes han hecho esfuerzos por tratar de evitar más muertes por el COVID-19. Un año después, sin embargo, las críticas contra los confinamientos se han multiplicado, aun cuando muchos países (como Alemania y Francia) han vuelto a encerrar a su población. “Es el gran fracaso de la salud pública”, insiste Luis Jorge Hernández, salubrista y profesor de la U. de los Andes.
“Pero para hablar de ellas hay que empezar por una pregunta fundamental”, replica Cucunubá: “¿Cómo mejoramos las medidas previas para evitarla?
¿Para qué una cuarentena?
No han sido semanas fáciles para el doctor Andrés Aguirre, director del Hospital Pablo Tobón Uribe, uno de los más reconocidos en Medellín. En las últimas semanas, ha visto cómo las unidades de cuidado intensivo se han empezado a llenar y cómo el personal de salud comienza a desbordarse de nuevo. “Esto está muy, pero muy duro”, atina a decir mientras maneja camino al hospital. “Ha sido muy doloroso tener que haber llegado al triaje ético, que no es elegir entre quién vive y quién muere, sino entre quién va a una UCI y quién no. La bondad no tiene límites; la capacidad de atención sí”.
Para Aguirre, una manera de evitar un mayor colapso es previniendo que lleguen más pacientes a las UCI. La salida más fácil, cuenta, es una cuarentena, pues reduce la demanda de servicios por accidentalidad. “Y, definitivamente, hay que descongestionarlas. Pero esa debería haber sido la última salida. Debería ser algo completamente excepcional”, insiste.
Como él, hay muchos directores de hospitales, médicos, enfermeras y químicos farmacéuticos en aprietos. Su situación es una de las razones fundamentales por la que el Gobierno ha ordenado toques de queda y por la que Bogotá y Medellín han regresado a los confinamientos generales. “Cuando hay un aumento exponencial de casos significa que en pocas semanas el sistema puede colapsar. Y si un paciente no tiene acceso a una UCI, la probabilidad de morir, que varía por edades, es más alta. A eso hay que sumarle el estrés hospitalario: las urgencias llenas quiere decir que no hay personas disponibles para atender otros accidentes”, explica Cucunubá. Eso quiere decir que hay una olla a presión a punto de estallar.
“Es lo único a lo que podemos echar mano de manera rápida y que sabemos que funciona, pues ayuda a detener la tendencia de contagios”, asegura la médica epidemióloga Diana Higuera, investigadora de la U. de los Andes. “Se trata, de alguna manera, de bloquear a los transmisores; pero hay que aclarar que los resultados no se verán de manera inmediata, como piensan muchos, sino en catorce o quince días”, dice la epidemióloga Silvana Zapata. El problema para ambas es que no debimos llegar a este punto, que permite tener justificaciones para tomar una medida tan drástica como una cuarentena.
En otras palabras, y en esto coinciden todas las personas entrevistadas para este texto, quienes toman las decisiones no están reaccionando de forma preventiva a los picos de la epidemia. El ejemplo que todos mencionan es el Programa de Prueba, Rastreo y Aislamiento Selectivo Sostenible (PRASS), lanzado hace meses por el Ministerio de Salud.
Eludiendo sus minucias técnicas, el objetivo del PRASS era rastrear de manera ágil a las personas que quizá se han contagiado de COVID-19 para lograr que se aislaran. Así evitaban nuevos casos. El problema, apunta Zapata, es que esa búsqueda debe ser intensa cuando no estamos en medio de un pico, porque es muy difícil rastrear a tantos pacientes. “Debería ser constante cuando estamos en una situación de valle”, añade Cucunubá. De lo contrario es como naufragar al ritmo de las olas. Unas olas, insiste Zapata, que ya conocemos: “Es como volver a vivir el 2020. Las mismas ciudades, una tras otra”.
››Aunque con las cuarentenas se logra evitar un colapso del sistema hospitalario, también generan graves consecuencias, especialmente en los más pobres.
Los culpables
Al volver a un punto que nos recuerda los primeros días de la pandemia es tentador buscar culpables. Con frecuencia, funcionarios del Gobierno, alcaldes y gobernadores han responsabilizado a la ciudadanía por su “indisciplina”. Muchos ciudadanos, en la otra cara de la moneda, reclaman que se eviten medidas tan drásticas como el confinamiento, cuando tienen bajo el brazo buenos argumentos para rebatirlas.
En Estados Unidos, por ejemplo, los reportes de pensamientos suicidas aumentaron durante 2020, señalaba un grupo de médicos en un artículo publicado en Psychiatric Annals en noviembre, al tiempo que advertían las consecuencias para la salud mental, algo sobre lo que se ha escrito en abundancia. Investigadores de la Universidad de Illinois también reportaron en
Public Health un exceso de muertes (más de 34.000) no relacionadas con COVID-19 en comparación con 2019 en EE. UU., entre las mujeres de 25 a 44 años y entre los hombres de 15 a 54 años, aunque no eran claras las razones del incremento. Otro reporte, publicado en
JAMA Cardiology, mostraba un aumento de los ataques cardíacos fatales debido a la falta de tratamiento oportuno en 2020.
La lista puede extenderse, fácilmente, a otro par de páginas de este periódico: en Colombia, muestra el Banco Interamericano de Desarrollo con cifras del DANE y Fedesarrollo, el 23 % de los hogares pasó a consumir dos comidas al día; a otro 10 % solo le alcanza para una. Además, indicaba que casi la mitad de la población será pobre debido a la pandemia. Eso, sin ahondar en otra tragedia: las profundas consecuencias que generará en miles de niños el cierre de los colegios. (Pero para eso es mejor que lea el periódico de mañana).
Jay Bhattacharya , profesor de la Facultad de Medicina de la U. de Stanford, resumió a Newsweek esa posición. “Los encierros son el peor error de salud pública en los últimos cien años. Contaremos los daños psicológicos y de salud catastróficos impuestos a casi todas las personas pobres sobre la faz de la Tierra".
Pero, tal vez, buscar culpables no es una salida que facilite la comprensión de lo que estamos viviendo. Como dice Silvana Zapata, quizás hay responsabilidades compartidas en esa larga cadena de errores. “Algunos empresarios dejaron de escalonar horarios; en muchos lugares ha habido aire acondicionado y no buena ventilación; muchos empezaron a usar mal el tapabocas o permitieron entrar muchas personas en el transporte público”.
Sin embargo, tener un nuevo pico, más encierros y más disgustos de la ciudadanía no es algo que solo haya sucedido en Colombia. Tras analizar en detalle el COVD19 en EE. UU. y en varios países asiáticos que ya viven en medio de la normalidad, el escritor David Wallace-Wells concluía lo siguiente en un extenso artículo publicado en New York Magazine:
“No se trató de que estos países [los de Occidente] no hicieran nada, porque al final hicieron una cantidad enorme. Era que todo lo que hacían llegaba tarde, desenfocado y mal ejecutado, al menos en lo que respecta a contener la enfermedad real. Se suponía que los encierros eran el último recurso”.
El punto, entonces, sugiere Tatiana Andia, historiadora y Ph. D. en Sociología, es que estamos ante una situación que ha superado a nuestros gobernantes, porque nunca antes habían tenido que diseñar políticas públicas que necesitaran un grado de resolución tan detallado y rápido. Además, dice, por miedo a perder popularidad entre la ciudadanía, demoraron respuestas de salud pública.
“Pensamos, en un principio, que sería una carrera de cien metros; luego creímos que era una maratón, pero siempre creímos que íbamos a llegar a la meta. Pero, con la insuficiente capacidad de vacunas, con la posibilidad de que la inmunidad que generan no dure tanto tiempo como esperamos, seguramente vamos a tener que vivir con este coronavirus mucho tiempo. Es hora, entonces, de que dejemos de atender esta situación como si fuera excepcional y no tomemos decisiones de política pública cuando las UCI están llenas. Hay que tomar medidas más inteligentes y que también incluyan a la ciudadanía”.
A lo que se refiere es que los expertos que toman estas decisiones deberían prestar atención a quienes viven en los barrios, pues, después de todo, el encierro afecta de manera desmedida a los más pobres. Un documento que acaba de ser publicado por la U. de los Andes, que analizó el desarrollo de la pandemia en Bogotá, muestra, de hecho, que a marzo de 2021 cerca de la mitad de la población había sido infectada y que las tasas más altas de infección estaban entre los estratos económicos más bajos.
Después de todo, apuntó en Twitter, en enero de este año, Martin Kulldorff, profesor de la Escuela de Medicina de Harvard, “los encierros han protegido a la clase de computadoras portátiles de jóvenes periodistas, científicos, maestros, políticos y abogados de bajo riesgo, mientras arrojan debajo del autobús a los niños, la clase trabajadora y las personas mayores de alto riesgo”.
Más que ciencia
Hay un concepto que les suelen repetir clase tras clase a quienes estudian Salud Pública: los llamados “determinantes sociales de la salud”. Son, eludiendo la complejidad del término y sus categorías, las condiciones o circunstancias individuales y sociales que influyen en el estado de salud de una persona: sexo, hábitos y sistema económico en el que vivimos.
A lo largo de la pandemia, los salubristas han repetido esas palabras para recordar que hablar de salud es mucho más complejo que dar diagnósticos médicos o llevar una tabla de registro de los casos de COVID-19. Pero como le decía Gregg Gonsalves, epidemiólogo en la U. de Yale (EE. UU.), a David Wallace-Wells, esto no solo se trata de esa “estructura de bienestar social, atención médica y voluntad del Estado”.
Hay algo mucho más complejo: “Se trata del comportamiento humano que está ligado a la naturaleza humana y a cómo las personas responden a la pandemia fuera de los sistema de gobierno”. ¿Cómo cambiar ese comportamiento?, se preguntaba. “No sé”.
“Algunas de estas discusiones no son científicas”, advertía Natalie Dean, bioestadística de la U. de Florida. “Es más holístico que eso”. A sus ojos, como sucedió con el VIH, tal vez es más útil reconocer que las personas tienen una necesidad de interacción social que generar vergüenza por esa interacción posiblemente es contraproducente y puede terminar impulsando los contactos en espacios interiores. En vez del discurso de prohibición que hemos visto, anotaba, tal vez “necesitábamos brindar a las personas alternativas más seguras e información” sobre cómo interactuar.